Luces a lo lejos

José Luis Villacañas

Sin buenas carreteras, pero con taxi aéreo

Desde hace décadas se repite la experiencia y ya es un hábito. Cuando el viajero que viene de Valencia se acerca a Villanueva del Arzobispo, tiene la secreta...

 Sin buenas carreteras, pero con taxi aéreo

Foto: EXTRA JAÉN

Prueba del taxi aéreo en Villacarrillo.

Desde hace décadas se repite la experiencia y ya es un hábito. Cuando el viajero que viene de Valencia se acerca a Villanueva del Arzobispo, tiene la secreta esperanza de que todo ese laberinto de desvíos, derrumbes, rotondas y estrechamientos haya concluido tras más de una década de enojosas molestias. Es como la fe en el Apocalipsis. Cada año sigue sin llegar, pero siempre creemos que está cerca. Lo mismo sucede con la fe en el Ministerio de Transportes. Nunca acaba la obra, pero cuando aprieta el cansancio del viaje, siempre se anhela que la parte final -es una metáfora de la vida- sea un poco más cómoda y fácil.
Este fin de semana, que volví a hacer el trayecto, tuve la misma experiencia. No es tanto la ilusión de que se termine la autopista prometida desde muchos años. No soy un fetichista del progreso. La carretera de El Jardín, entre Balazote y Alcaraz, no es una autopista. Incluso es dura, con curvas que fueron infernales durante décadas. Pero es una carretera digna, quizá la mejor de las posibles en esa tierra, porque ese paisaje amable que forman los pequeños ríos de la zona quedaría destruido por una vía doble. El viajero goza de las choperas y alamedas, de los maizales y campos de alfalfa que serpentean a lo largo de los desfiladeros, entre las peladas colinas limítrofes. Sabemos que es una zona humilde, poco transitada, y uno gusta de contemplar despacio los colores de la ribera, en este lento y perezoso otoño, que deja sobrevivir los verdes brillantes mientras despuntan los dorados resplandores de los chopos.

No es deseo de autopista, sino de una realidad adecuadamente atendida. Cuando uno llega a La Loma, el tráfico se hace más continuo y se nota que entramos en un cosmos económico y vital diferente. Lo anuncia el inconfundible olor a orujo de Villanueva, que nos anticipa una condensación poblacional más intensa. Entonces uno suspira por una vía como la de El Jardín, cuidada, de buen firme y bien trazada. Pero una vez más, allí están las rotondas, los desvíos, los estrechamientos, las provisionalidades, las interrupciones, las mismas desde una década. Es el camino hacia una ciudad patrimonio de la humanidad. Y sólo cuando el viajero ya cree que todo seguirá igual, tras cruzar decepcionado Villacarrillo, a punto de hundirse en la desesperación, de repente la rutilante autopista. Hasta Úbeda. Lo largamente esperado por fin se verifica en la realidad.

Quizá no tenga derecho a resaltar el agudo contraste entre la positiva experiencia de relajación en la conducción y la negativa experiencia estética que la acompañó. Fue inquietante no reconocer el increíble paisaje que siempre me emocionaba, con una intensidad que rompía todas las leyes de la costumbre y del hábito. Quizá algún día, cuando lo haya olvidado todo, las nuevas perspectivas del paisaje me parezcan igual de admirables. No lo discuto. Los que cruzan esos caminos día a día, apresurados en sus faenas, no tendrán tiempo de preguntarse por la fidelidad de los sentimientos estéticos, como yo. Mi gozo insignificante no tiene suficiente peso como para ponerse en esa balanza. Quien vive allí no necesita preservar su identidad mediante la experiencia estética. Le basta preservar la vida. Es verdad.



Todo eso lo sé. Pero no quiero dejar de reflexionar sobre estos agudos contrastes y desequilibrios. Quizá todo eso sea la consecuencia de un manejo espasmódico del tiempo del progreso, carente de ritmo, de naturalidad, de oportunidad, de organicidad. Detenido durante décadas, irrumpe tarde, a destiempo. La esperanza defraudada tanto tiempo ya ni produce la euforia de los cumplimientos. Una buena carretera, que hubiera preservado el monumental paisaje del olivar, bien construida dos décadas antes, habría ahorrado incomodidades acumuladas durante años, y habría conservado intacto un bien único en el mundo.

Mientras escribo esto, sin embargo, me llega la noticia de que justo allí, en el lugar al que difícilmente se llega a través de un laberinto de desvíos y provisionalidades, se experimenta el primer taxi aéreo que pronto, si las previsiones se cumplen, circulará por nuestras metrópolis congestionadas. Se prueba allí, en Villacarrillo, justo porque ofrece un área de miles de kilómetros cuadrados de baja circulación en todos los sentidos. La cosa es paradójica, pero encierra cierta lógica, no exenta de comicidad. Es lógico que un nuevo medio de comunicación se pruebe en un lugar muy mal comunicado. Ahí se produce el vacío de interferencias para experimentar sin peligros nuevos transportes. Sin embargo, el taxi aéreo no se prueba precisamente para facilitar la llegada a Villacarrillo. Se prueba en su espacio vacío de comunicaciones para luego usarse en los espacios que, por bien comunicados, ya asfixian la vida cotidiana.

El vacío fue el lugar preferido para los experimentos desde Galileo. Tan necesario fue que una de las creaciones fundamentales de la ciencia moderna fue la técnica de crearlo. Como en la ciencia, así en las sociedades. Estas también se rigen por la ley que marca la diferencia de lo lleno y la vacío. El progreso no tiende a disminuir esa ley, sino a intensificarla. Sólo desde estas consideraciones podemos comprender y valorar el esfuerzo centenario de nuestros paisanos por llenar de olivos la tierra. Fue su forma de expresar el miedo al vacío, propio de toda mentalidad mítica, ajena a la técnica. Por eso, frente a todo otro lugar español de la gran meseta central, la nuestra no forma parte de la España vaciada, aunque las máximas autoridades del Estado hayan jugado a la contra. Como dijo Miguel Hernández, ese es el fruto de la tierra callada, del trabajo y del sudor.

Hoy, como en siglos, es en lo único en lo que podemos creer. Cuando el prototipo de taxi aéreo se haya aprobado, la cadena de fabricación y montaje marchará a otro sitio. Porque imaginemos que allí, en las lomas donde se inventan los arquetipos y se prueban sus vuelos, se instala la factoría industrial. ¿Cómo se sacará la producción desde Villacarrillo a las grandes ciudades de consumo? ¿O se fabricarán camiones aéreos para llevar los taxis aéreos a las grandes ciudades? ¿O trenes aéreos? Porque por el actual laberinto de carreteras, o por las viejas explanaciones y túneles del tren Baeza-Utiel, será difícil hacerlos llegar a Madrid o Barcelona.

Pongo de relieve estas paradojas no para exigir un desarrollismo insensato. Las subrayo para reclamar una política bien articulada del territorio, con una planificación integral y ordenada, que tenga en cuenta los intereses agrarios, industriales y turístico-paisajísticos de nuestra tierra, de la Loma en su integridad, y de atenderlos de un modo equilibrado, mirando al largo plazo. Eso es lo único que permite combinar el progreso y la conservación, la novedad y la fidelidad. Pero, sobre todo, lo único que reduce el decepcionado fastidio y la continua molestia de saberse olvidados.