El amor y el desamor son protagonistas habituales en variadas disciplinas artísticas. Naturalmente, con desigual resultado. Pero como argumento político apelar al amor, y en particular, al amor al terruño es, cuando menos, vacuo, y no está exento de peligro.
Aún así, en estos tiempos del todo vale, ya tenemos quien pregona como reclamo electoral su amor a la tierra, ya sea de nacimiento o adopción. No sería preocupante si se quedara en una manifestación de un grupo o un individuo haciendo gala de su nacionalismo provinciano. Como una exhibición pública de vísceras frente a la racionalidad.
Pero lo cierto es que existe el riesgo de creer y propagar que el amor a la tierra es exclusivo de unos pocos. Y de igual manera que algunos se han apropiado de símbolos que pertenecen a todos, se puede caer en la tentación de arrogarse la propiedad y la representación de la provincia de Jaén; a sabiendas de que siempre habrá legos que sigan la linde y de que a corto plazo da réditos en las urnas.
Esos mismos que apelan al amor al terruño son también los que se aferran a la tradición, convertida hoy en cajón de sastre en el que se guarda lo natural y lo aberrante, el delito y la virtud…, con igual mimo y trato. Y cuando necesitan meter algo con calzador, tiran del comodín de la libertad de expresión. De modo que tanto la justa reclamación como el disparate hallan ubicación.
Por eso no es de extrañar que, en cualquier momento, alguno de ellos, sin pudor y sin memoria, proclame que “Jaén me quita el sueño”. Y eso como muchos saben y otros pueden intuir es una pesadilla para la mayoría.