Somos de un natural inmovilista. Si no es imprescindible, para qué vamos a hacer nada. Solo avanzamos sobre las grandes crisis, cuando no nos quedan otra opción. Da igual si se trata de política, de economía o de crisis humanitarias; hasta que la realidad no supera nuestras peores previsiones, no actuamos.
Que somos una sociedad reactiva, ha quedado claro en nuestra historia más reciente. Desde la crisis económica de 2008, hemos estado recomponiéndonos para poder seguir, como si no hubiese pasado nada. No hemos aspirado, como país, a hacer cosas distintas y hacerlas de otra manera. Siempre nos conformamos con recuperar el “statu quo”.
Incluso en la pandemia que nos ha asolado desde hace mas de dos años, han conseguido réditos políticas que han negando la mayor, oponiéndose sistemáticamente a cualquier medida del gobierno que alterase nuestro día a día.
La pandemia ha servido para tener mas claro que nunca, que no existen formulas que nos aíslen de los problemas del resto del mundo en una sociedad cada vez más conectada y compleja.
Que los mantras del “primero nosotros” que defienden las opciones políticas reaccionarias no sirven para nada y solo alimentan los delirios de grandeza de los Putin del mundo.
Putin nos ha puesto frente a un espejo que ya no podemos dejar de mirar, el de la barbarie de la muerte y de la destrucción que provoca una guerra.
Desde el pasado 24 de Febrero, el mundo es todavía más pequeño, si cabe, y las bombas que arrasan Ucrania resuenan en nuestras conciencias, esas que durante años no nos dejaron ver lo que estaba pasando en esa parte del mundo.