Me disculparán si hoy no les traigo algún tema más amable, pero es que llevo mucho tiempo con el corazón encogido con dos tipos de especímenes con los que uno lamenta compartir especie y necesito contárselo a ustedes en busca de algo de consuelo
El primero, los odiadores. Gente que esparce el odio. No un odio visceral fruto de un arrebato, no. Un odio destilado, químicamente puro. Un odio madurado, consciente, un odio para el que hay que tomarse su tiempo, en el que hay que esmerarse. Un odio calculado, que ha investigado dónde puede hacer más daño a su víctima. Un odio que se alimenta de las entrañas descompuestas de quien lo ejerce y de los miserables que no paran de echar gasolina al incendio de sus cerebros podridos. Cerebros que se conforman con argumentarios que abochornarían a cualquier persona mínimamente racional y decente. Sádicos, que disfrutan vejando, humillando, dañando e hiriendo gratuitamente, solo por el placer de verlo. Gente acrítica, indecente, sectaria.
No, no son gente de otra galaxia. Conviven aquí y pasan por personas normales, pero que campan a sus anchas especialmente en redes sociales y en cualquier lugar en que les cubra la cobarde manta del anonimato. Y lo más grave, algunos, envalentonados y alimentados por la jauría que les alienta, cada vez con menos frenos éticos y cada vez más a las claras.
Y luego nos preguntamos cómo pudo el germen del fascismo crecer y crecer hasta devorar todo rastro de decencia y degenerar hasta la masacre y el holocausto.
El otro, relacionado quizá, envuelto entre justificaciones injustificables de viejas tradiciones, envuelto en la omertá de las costumbres y donde jamás se ha dicho una palabra de respeto, es el odio a los animales. El maltrato gratuito, salvaje a los seres más indefensos e inocentes que conviven con nosotros para su desgracia. Animales a los que hombre veja, maltrata y proporciona condiciones de vida miserables. Animales a los que tortura, a veces entre el entusiasmo de quién lo ve y lo aplaude. Los hace pelear hasta la muerte, les proporciona finales indignos, terribles, cuando no le son útiles. Nadie dice nada, nadie afea a esos desgraciados su conducta.
No me llamen "peluchista". Los animales no son peluches de Disney. En su lucha por la supervivencia y guiados por sus instintos son a veces salvajes, implacables. Hay animales que suponen problemas graves para las comunidades humanas, transmisores de enfermedades, peligrosos. Como todo en esta vida, ha de ser ponderado entre lo positivo y lo negativo.
Lo que los animales no son es crueles. No odian, no disfrutan con el dolor gratuito. Y los que además se atreven a tenernos como compañeros (que ya hay que tener valor conociendo como nos las gastamos) no hacen más que entregar su afecto y su entrega incondicional para que algún psicópata se cruce en su camino. El primer indicio severo y que es una constante entre todos los psicópatas es el maltrato animal. Odio gratuito, sin más.
La medida de una persona, decía Gandhi, se toma en función de cómo trata a los animales. Cuanto, no más, en cómo trata a sus congéneres.