Cualquiera de nosotros, en nuestro día a día, nos encontramos con la encrucijada de tener que abordar cuestiones importantes pero debiendo dilatarlas ante la urgencia de otras de menor trascendencia. En el trabajo, en la casa, con la familia, etc., las tareas "urgentes", aún sin aportarnos en demasía, requieren nuestra atención mientras posponemos las "importantes", las que de verdad tienen valor. Creo que fue Eisenhower quien dijo aquello de que: “lo que es urgente, casi nunca es importante; y lo que es importante, casi nunca es urgente”.
De la misma forma, muchos de nuestros políticos pregonan la diferencia entre lo urgente y lo importante y se atribuyen la capacidad para separar las dos cosas, sin dejarse abrumar por la presión, para así poder atender las verdaderas preocupaciones de la gente y los problemas trascendentes del país. Sin embargo, los resultados distan mucho de ser los prometidos y las asuntos estructurales y trascendentes, aquellos que tienen la capacidad de transformar nuestras vidas, se ven postergados ante lo urgente de las disputas electorales, los enfrentamientos partidistas y el simple espectáculo de la politiquería, alejada cada día más de la política con mayúsculas.
Sin ir más lejos, el análisis de la actualidad política, el que encontramos en la mayoría de los medios y en los representantes políticos, se basa en elementos urgentes, superficiales, y omite los asuntos de fondo, a largo plazo, que son los que determinan la realidad. No sólo es el reflejo de que no entiendan la diferencia entre lo urgente y lo importante, sino que ignoran los elementos de fondo del momento y, por tanto, al país al que quieren representar.
Esta semana, empezamos hablando de las consecuencias de las elecciones legislativas francesas, determinadas a su vez por los resultados de las elecciones europeas, y hemos terminado asistiendo al atentado contra Trump, mientras en nuestro país contemplábamos los movimientos de VOX y PP en competencia por la dirección política de la derecha.
Las elecciones francesas, así como las de Reino Unido, dan una imagen clara del futuro político de Europa, aunque no siempre en el sentido que pudiera parecer a simple vista. El auge de los partidos de derecha extrema viene interpretándose desde la sorpresa y la influencia que está teniendo en cierta degradación del discurso político y en el funcionamiento institucional. Se sigue proponiendo un marco de análisis que enfrenta a unas fuerzas “irracionales” y “antisistemas”, que propagan el odio y la mentira, contra a los partidos sistémicos, de orden y verdad, “los de siempre”, garantes de la democracia y nuestros valores. Pero cada nuevo resultado electoral resquebraja un poco más ese marco y nos acerca a otra realidad, distinta de la que viven las élites políticas, económicas y mediáticas. El malestar de las clases populares y medias, o como quieran ustedes llamarlas, se refleja en una apuesta clara por aquellos que no sólo se enfrentan verbalmente al sistema, o dicen van a derribar gran parte de los privilegios que todos conocemos, sino que son presentados como los antisistema por sus rivales y medios, haciéndoles con ello un gran favor. El grave malestar social que ha crecido en el mundo occidental orienta el voto y el crecimiento de quienes pueden suponer una mejora de la situación, ya que dan otra explicación y proponen algo distinto (sea lo que sea), y la retirada del apoyo a quienes han detentado el poder y son vistos como los responsables de la situación. Podemos consolarnos con “haber frenado a la ultraderecha” en Francia o con que VOX haya perdido poder y pueda estar teniendo problemas en concentrar el voto ante la llegada de Alvise pero los problemas vienen por otro lado. El verdadero enfrentamiento se está produciendo entre quienes apoyan al poder establecido y los grupos económicos que lo detentan, cada uno con su papel, y aquellos que pretenden arrebatárselo, también apoyados por otros grupos de poder, relegados actualmente del reparto. Ese es el partido que se está jugando y no vemos y los datos lo corroboran: en un año, el apoyo a Sánchez ha bajado 8,6 puntos entre sus votantes; el de Feijóo ha bajado 18 puntos.
Yendo a lo concreto, VOX no rompe solamente porque surjan otros rivales de ultraderecha, ni por los resultados de las europeas, ni porque pierda comba ante el PP, ni siquiera por la excusa de la inmigración. Su propósito es asentarse como representante del núcleo “antisistema” en España, ser el depositario de una estrategia a gran escala contra el poder de la UE, sus partidos y sus estructuras de poder. Y no lo hacen con cualquier tema sino con uno que no es solo cultural, como creen quienes intentan contrarrestarlo a base de datos y razón, sino sobre todo económico y social, ya que los sitúa como garantes de la seguridad física y también material de aquellos que se sienten excluidos del sistema, que sienten que no se gobierna para ellos. Puede que ahora mismo no sea una creencia extendida en nuestro país, pero el deterioro social puede hacer que esto cambie. Se trata de movimientos que no están alejados de las lógicas de Orban, Le Pen, Meloni e incluso Trump. No es una batalla española y la posición de VOX lo sitúa estratégicamente en el centro de un movimiento europeo que intenta acaparar todo el sector conservador. Lo hizo en EEUU, Italia y Hungría, lo está haciendo en Francia y parece que lo ha conseguido en Reino Unido.
Ahondando en el problema, el profundo malestar social tiene difícil solución puesto que las políticas de concentración de la riqueza y crecimiento de la desigualdad, verdadero motor económico occidental actualmente, están determinadas por el momento político histórico y existe poco margen de actuación para cada uno de los países o actores políticos. Estos movimientos políticos se sitúan en un momento de crisis de la hegemonía occidental.
Sabemos que la historia se nos presenta como una sucesión de órdenes e imperios que nacen y mueren, por lo que, aunque pueda parecer difícil, llegará un momento en el que el actual orden occidental, liderado por EEUU y seguido por Europa y Japón entre en declive.
Existen muchos datos que podrían indicarnos que estamos en un periodo de tránsito de un imperio a otro, que actualmente está por definir: la pérdida de poder geopolítico, militar y económico en favor de potencias emergentes como China o India, el deterioro del sistema de valores occidental, encarnados en el liberalismo económico y la democracia, el enfrentamiento comercial y tecnológico, etc. Sin embargo, como ha sido habitual a lo largo de la historia, la principal causa de colapso de los imperios no es una guerra externa sino una serie de problemas internos, especialmente de orden social. Y, actualmente, la distancia en aumento entre la realidad de gran parte de nuestras poblaciones y la clase que nos gobierna y para los que gobiernan es el germen perfecto que ayudaría a este colapso.
La lucha contra este sistema que castiga a un porcentaje amplio de sus países vendrá encarnado como la consecución de bienestar material, seguridad y prosperidad, independientemente de su sistema de valores democráticos. Y ese es el eje de enfrentamiento que están reforzando las opciones “antisistema”, lanzadas a la búsqueda del conflicto y la desconfianza. Pero el alimento no es otro que la visión sesgada y cortoplacista del problema, la costumbre de atender a lo urgente y a lo superficial, sin darse cuenta de que el descontento y la desigualdad de nuestra población está rompiendo lo que se consideraba sagrado: el consenso sobre el propio sistema, sus virtudes y la necesidad de conservarlo.
Por todo ello, los movimientos políticos que vemos en nuestro días a día no son tan arbitrarios o superficiales como pudieran parecer. Y se hace más trascendente que abordemos lo importante, con análisis que lleguen al fondo del problema, sino queremos que el malestar que está germinando termine por determinar nuestra realidad.