Hablábamos por aquí hace una semana de cómo nos estamos convirtiendo, poco a poco, en una sociedad envejecida; del el dramático cambio demográfico provocado por la conjunción del aumento de la esperanza de vida, la disminución de la natalidad y la pérdida de población. Y, casualidades de la vida, unos días después leía los resultados de una encuesta realizada para conocer la percepción social sobre los cuidados domiciliarios de las personas mayores. La encuesta extraía dos conclusiones relevantes, que ponen en cuestión gran parte de nuestro comportamiento social. Por una parte, el deseo de la mayoría de los españoles, el 85%, es envejecer en su casa sin tener que acudir a una residencia. Por otro lado, para el 73% de los encuestados el cuidado total de una persona en situación dependiente conlleva una serie de esfuerzos que pueden provocar dificultades para la conciliación con la vida laboral y familiar. Dos afirmaciones de difícil conjunción.
Quizás porque al ir cumpliendo años inevitablemente se piensa y se considera acerca de nuestros últimos días o quizás porque en el día a día observo cómo transcurre mayoritariamente la vida para la tercera edad, estas afirmaciones me recordaron una antigua preocupación: ¿cómo deberíamos afrontar esta etapa y qué deberíamos ofrecer a nuestros mayores?
La vejez es un hecho biológico inevitable pero no podemos olvidar que está íntimamente ligada al contexto cultural y social, pues cada sociedad determina, no sólo a qué edad y quiénes deben ser considerados viejos, sino, sobre todo, cómo son tratados estos viejos. En sociedades pasadas la vejez estaba estrechamente vinculada a la sabiduría, de forma que aquellos que reunían conocimientos y experiencia de vida ocupaban los espacios sociales más importantes. Hoy hemos conseguido alargar la esperanza de vida y mejorar esta etapa, al menos físicamente, pero, en cambio, tenemos que usar términos eufemísticos para suavizar el prejuicio, la estigmatización y los problemas sociales de esta etapa de la vida, a la que por otra parte todos deseamos llegar.
El rápido e innegable envejecimiento de la población conlleva un aumento de la necesidad de cuidados a largo plazo y quizás no estamos tan preparados como pensamos para afrontarlos adecuadamente, ya que no se trata de conseguir una mejora de la supervivencia per se sino una mejora de la calidad de vida del mayor, no del conjunto de la sociedad. La muerte de un anciano en nuestra sociedad se vive con mayor ligereza que si se muriese otra persona con menor edad, normalizándola como si los ancianos ya debieran haberse mentalizado de su inminente muerte. Los mantenemos aislados de nuestro estilo de vida, del de jóvenes y adultos, ya que sus deseos y sus necesidades no son valorados ni atendidos, supeditados siempre a los nuestros.
¿Cómo afecta este comportamiento social a nuestros mayores? Las personas mayores se sienten vulnerables al ver sus capacidades físicas reducidas, lo que conlleva más dificultades para realizar las actividades de su vida diaria. Esta vulnerabilidad aumenta por dos factores: el lugar en el que viven (dificultades de comunicación, viviendas inadecuadas y/o déficit de servicios), y la soledad, entendida no sólo como el hecho de estar físicamente solas sino también como factor subjetivo, es decir, el sentimiento de la soledad, que se encuentra incluso en aquellos que pueden estar rodeados de personas. Por tanto, el aumento de la sensación de inseguridad y miedo de estos mayores y de sus familias aumenta cuando permanecen en su domicilio. Ante esta situación, el traslado del mayor a la vivienda de algún familiar (hijo, sobrino, etc.) aparece como una opción pero choca de frente con la otra gran conclusión de la encuesta. Las dificultades económicas y laborales de la mayoría de las familias (jornadas maratonianas, necesidad de dos salarios, sueldos precarios, etc.) dificultan la atención y el cuidado del mayor en nuestra casa.
Estos factores nos acercan a la que socialmente hemos convertido en la opción mayoritaria, cuando económicamente, de forma pública o privada, se consigue. Muchos de nuestros mayores se despiden de la que hasta entonces ha sido su vida, su casa, su barrio y sus vecinos para iniciar un nuevo camino hacia una residencia, del tipo que sea. Nosotros nos consolamos con la idea de que van a recibir los cuidados médicos que precisan, van a estar más acompañados y vigilados que si estuvieran solos en sus casas o en las nuestras,... y cualquier otra ventaja que se nos ocurra. Somos conscientes, sobre todo si nos ponemos en su pellejo, de la pérdida de las posesiones, de la falta de privacidad y de la ausencia de toma de decisiones que supone. Ninguno nos sentiríamos “como en casa” estando encerrados en un espacio reducido, controlados, dependientes y con rutinas ajenas a nosotros y obligatorias. Nos sentiríamos solos y aburridos, nada más. Pero no creemos tener otra opción.
Es algo generalizado y que viene de lejos. Recuerdo un estudio llamado "Las necesidades de las personas mayores en la zona Sur de Jaén" realizado por el Centro de Día "Virgen de la Capilla" en 2015, donde se destacaba que "parte de la sociedad cree que “aparcarlos” en residencias, en pisos, es la solución. Sin embargo ellos prefieren vivir en su barrio, en su casa y a ser posible, morir allí. Por eso entendemos que es responsabilidad de todos, instituciones, vecinos, parroquia, etc. procurarles un bienestar físico, moral y afectivo como cualquier persona. Sin embargo muchos de los que hemos conocido viven solos... Muchas veces el contacto telefónico, una ayuda a domicilio y poco más son sus únicos contactos. Denunciamos el olvido que sufren nuestros ancianos...”
El problema es real y de difícil solución, porque todos conocemos las dificultades para conjugar las dos cuestiones que planteábamos al principio. Queda claro que la mejor opción es que vivan en sus domicilios. No sólo porque sea la conclusión de una encuesta; no sólo porque la prioridad para gran parte nuestros mayores sea vivir en su barrio, en su casa, ya que la integración y el desarrollo social y personal es el factor más importante en la lucha contra la sensación de inseguridad y soledad. Es que, además, está respaldado por numerosos estudios médicos, que muestran que la personas mayores de 65 años que reciben atención y viven en sus domicilios tienen una esperanza de vida muy superior a las están internas en residencias. En concreto, la atención residencial incrementa el riesgo de morir un 55% frente a la atención en el domicilio, según un estudio de la Universidad de Jaén.
¿Cómo conseguir aunar todas estas cuestiones? Podríamos demandar que todas las administraciones trabajaran para fomentar la asistencia en el domicilio frente al ingreso en residencias; que se facilitara la capacidad de los mayores para vivir en sus propios hogares incluso en edades muy avanzadas, independientemente de las carencias funcionales o fragilidades, proporcionando las condiciones para ello: habitabilidad, respaldo social, atención a la dependencia, etc.
Pero también podríamos preguntarnos a nosotros mismos "¿qué queremos ser de mayores?" ¿Queremos que se respeten nuestros deseos y se atiendan nuestras necesidades como las de los demás? ¿Queremos una vida digna y autónoma en un entorno seguro y libre de aburrimiento, sin necesidad de descuidar las necesidades médicas ni poner en riesgo el bienestar de nuestras familias? Si la respuesta es sí, tenemos mucho trabajo por delante.