Los grandes problemas que aquejan a nuestra sociedad se interrelacionan de tal manera que están presentes, de una u otra forma, en casi todos los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor. Sean como causa, más o menos evidente, como factor con mayor o menor grado de influencia, o como consecuencia, las condiciones objetivas y subjetivas en las que se desarrolla nuestra existencia no pueden extraerse del devenir diario. En cada noticia, en cada hecho, cotidiano o extraordinario, podemos encontrar elementos que explican y conforman nuestros problemas sociales.
Así, de entre las estremecedoras imágenes que nos ha dejado el terrible paso de la DANA por Valencia, no se nos va a olvidar las de los de tantos trabajadores repartiendo mercancías o encerrados en sus empresas mientras el agua crecía, anegando todo a su paso. Inolvidables también porque dos semanas después, en la riada de Málaga de estos días, volvimos a ver furgonetas de reparto y empleados de grandes almacenes trabajando entre barro y agua. De cualquier forma, lo grave es que un alto porcentaje de las víctimas de la DANA fueron personas que volvían del trabajo, de un trabajo al que quizás no tenían que haber acudido ese día, pero que siguió adelante por decisión de muchas empresas, algunas porque no disponían de la información adecuada y otras porque, aún teniéndola, antepusieron la continua búsqueda de beneficios por encima de la seguridad de sus trabajadores (algunas serán las mismas que después han hecho donaciones para los afectados, donaciones públicas eso sí, porque nunca hay que desperdiciar la oportunidad de una buena publicidad). El ejemplo más mísero de este comportamiento es la denuncia de las trabajadoras de un local hostelero del centro comercial Bonaire de que la primera comunicación con sus jefes tras el desastre fue para preguntar por "la caja del martes", la del día de la inundación: "nos preguntaron que qué había pasado con el dinero, cuando tuvimos que salir corriendo", decían sin dar crédito.
Cambiando de tema, estas últimas semanas también hemos asistido a la victoria electoral de Trump. Del posterior análisis de los resultados norteamericanos se están extrayendo muchas conclusiones sobre "cómo enfrentar a la extrema derecha", cómo combatir los bulos y la desinformación, etc., en muchos casos intentando establecer similitudes con nuestro país. Pero poco se está hablando de la situación económica y de la influencia de la inflación, es decir, del aumento del coste de la vida en comparación con el nivel de los salarios y, por tanto, del papel crucial de lo social y laboral en la derrota demócrata. No se pueden extrapolar conclusiones políticas sin poner por delante que en EEUU, un país con "pleno empleo", existe una gran cantidad de trabajadores pobres, obligados a tener varios trabajos ante la precariedad de los salarios, lo que lleva estadísticamente a mayor número de empleos cubiertos (pleno empleo) y afectados por la enorme subida de los precios.
En ambos casos, nos encontramos con distintas caras de un mismo problema. Las relaciones laborales y cómo determinan nuestras vidas. Y ello en base a dos elementos, que normalmente ocasionan el mal funcionamiento de este sistema: el reparto del tiempo de trabajo y la retribución salarial. En nuestro país, el sistema laboral tiene un problema estructural respecto al desigual tiempo de trabajo, con extenuantes jornadas laborales para la mitad de los trabajadores y excesivamente cortas para otros muchos que trabajan menos horas de las que necesitan. Además, los bajos salarios acentúan esta problemática, cuya consecuencia es que en España casi tres millones de personas son trabajadores pobres, un 13,7% de las personas empleadas, siendo nuestro país uno de los cinco países europeos con porcentajes más altos de trabajadores pobres. Esta situación es aún peor para nuestra población joven, ya que el 27% vive la pobreza laboral, acentuada por la precariedad, la temporalidad y la dificultad en el acceso a la vivienda. En España, como en muchos otros países, se ha normalizado ser un trabajador pobre, aquellos que, a pesar de tener un empleo estable y trabajar sin descanso, no ganan lo suficiente para afrontar sus gastos básicos.
El resto, la mayoría de nuestros trabajadores, asalariados o autónomos, tampoco son totalmente ajenos al problema. ¿Quién no se reconoce en jornadas que empiezan a las 6 o a las 7 de la mañana, cuando se sale de casa, para regresar pasadas las 8 de la noche? ¿Y la sensación de que el sueldo apenas alcanza para cubrir lo básico; de que siempre quedan facturas pendientes? ¿Ha pensado alguna vez que vive sólo para trabajar?
Las estadísticas nos dicen que los trabajadores pobres son con más frecuencia personas con bajo nivel educativo y de zonas rurales pero también que se concentran en las jornadas parciales y en los autónomos, siendo más frecuente en sectores como la agricultura, las empleadas domésticas, la hostelería y la construcción. La pobreza laboral también afecta de forma distinta territorialmente: afecta más a las zonas rurales que a las urbanas y en el sur respecto al norte, siendo Andalucía quien tiene la mayor pobreza laboral de España, un 19,4% de su población trabajadora.
Existe otro dato que da que pensar sobre la solución al problema: un 30% de las personas pobres trabajaron al menos 7 meses al año, por lo que quizás deberíamos dejar de considerar la mera creación de empleo como una solución. La causa fundamental de la pobreza laboral es la baja intensidad laboral y el autoempleo, que invita a la parcialidad involuntaria. Es decir, nos encontramos con trabajadores que alternan periodos de desempleo y trabajo o que disponen de muchas jornadas parciales, bien porque no encuentran trabajos a tiempo completo o tienen obligaciones domésticas y de cuidados que no los permiten.
A pesar de que macroeconómicamente la economía española sea de las que más crece de la UE, de que se logren records de creación de empleo y se avance en la desigualdad salarial, nuestro modelo laboral sigue generando muchos empleos de poca calidad, con bajos salarios y parcialidad. Además, el encarecimiento desorbitado de la vivienda y de los servicios básicos agrava todavía más la situación.
Abordar este problema no es sólo una cuestión de justicia social, haciendo que el crecimiento económico se traduzca en mejorar las condiciones de vida de todos los que participan en él, sino también de equilibrio de un sistema económico y laboral que hace aguas. No basta con crear empleo sino que hay que lograr que este sea estable y permita vivir con dignidad, eliminar la precariedad y la parcialidad no deseada y mejorar los salarios, además de facilitar el acceso a la vivienda y a los bienes y servicios básicos.
Y, además, tenemos que empezar a hablar de otras cuestiones, como por ejemplo, el tiempo que nos queda cuando hemos completado la jornada laboral que necesitamos. Se trata de un indicador que nos permite ver el problema desde otra perspectiva. Es la pobreza de tiempo, o el tiempo libre que nos queda una vez descontado el dedicado al trabajo remunerado, al no remunerado y a los cuidados personales y familiares. En España, este umbral se ha establecido en los 170 minutos al día, por lo que si estamos por debajo, somos pobres de tiempo. Imagínense lo que esto significa, ya que las condiciones materiales con las que vivimos, nuestras obligaciones laborales y familiares, no siempre nos van a permitir decidir cómo usamos nuestro tiempo. Por ejemplo, laboralmente, si no tenemos tiempo disponible, difícilmente vamos a poder mejorar la formación para lograr un ascenso y aumentar nuestros ingresos, o tan siquiera vamos a poder acceder a un empleo mejor, que conlleve una mayor jornada laboral, pagada o no pagada.
Si observamos bien los datos sobre nuestro tiempo de trabajo, encontramos una paradoja que coincide con cierto sentido común. A pesar de que llevamos décadas reduciendo la jornada laboral, nuestra sensación es que trabajamos lo mismo, o incluso más. Y es cierto. Desde hace 40 años, la jornada laboral media ha ido reduciéndose en nuestro país, pero sin embargo, las jornadas reales y mayoritarias siguen siendo las mismas. Esto se debe al efecto del enorme crecimiento del empleo parcial, tanto asalariado como autónomo, al mayo empleo en el sector público y al menor en la agricultura, que van reduciendo la media. Pero si descontamos estos factores, la jornada laboral en España sigue siendo la de los años 80: contratos de 40 horas semanales y varias horas extra, pagadas o no pagadas. Son datos que superan de largo a la mayoría de los países europeos y que confirman una sensación extendida: las jornadas de trabajo son más largas en España. Nuestro país es el Estado de la UE donde las personas terminan más tarde su jornada laboral: el 30% trabaja hasta las siete de la tarde y aproximadamente el 10% hasta pasadas las nueve de la noche.
Las largas jornadas laborales tienen importantes efectos negativos sobre nuestra salud, individual y familiar. Quizás por ello somos el país en el que se practica menos deporte, se duermen menos horas y se toman más tranquilizantes entre los países europeos. Y estas largas jornadas laborales no implican una mayor productividad, ya que, además de las cifras oficiales sobre productividad en la UE, existen numerosos estudios que relacionan el incremento en la productividad con el aumento del bienestar de los trabajadores.
Como decíamos antes, en el otro extremo, pero también ligado a la duración de la jornada laboral, tenemos a todos esos trabajadores que, a pesar de las largas jornadas, están empleados menos horas de las que desean y pueden hacerlo, los que no tienen ni tiempo libre ni recursos suficientes, dado que los bajos salarios y la temporalidad no les permiten una vida digna. Este subempleo afecta ya a unos 5 millones de personas, yendo desde los que sufren empleos precarios a los perpetuos temporales, pasando por los autónomos pluriempleados y auto-explotados.
En definitiva, nos encontramos ante una injusta pero también ineficiente distribución del tiempo de trabajo que causa precariedad laboral y vital y que debemos afrontar con urgencia. Se trata de un debate necesario que incluye a quien quiere, y necesita, reducir su tiempo de trabajo pero también a quien sólo busca un sueldo digno para mantener a su familia, sin olvidar a quienes van a querer mantener su jornada para así progresar en sus empresas.
La primera demanda que aparece en este debate es, por lógica, la reducción del tiempo de trabajo, que pasa tanto por la reducción de la jornada laboral, actualmente en debate con la petición de la jornada de 37,5 horas semanales, como por el establecimiento de la semana laboral de cuatro días. En ambos casos, se trata de medidas que de una vez por todas correlacionarían la productividad y el tiempo de trabajo.
Pero, además se debería avanzar en una racionalización del tiempo de trabajo, que incluye también dejar de trabajar en nuestro tiempo libre, poder desconectar del trabajo. La actual organización dificulta, e incluso imposibilita, la conciliación de las responsabilidades laborales y familiares. Muchas personas, sobre todo mujeres, se ven obligadas a acudir a reducciones de jornada, excedencias, contratos parciales o a renunciar a sus carreras profesionales para poder atender satisfactoriamente las tareas de cuidados.
No se puede olvidar la necesidad de elevar las horas de trabajo, o mejor aún, el salario total percibido de las personas que se encuentran en situación de subempleo, a través de una redistribución más justa y un eficiente reparto de las horas de trabajo entre todos los trabajadores, limitando también la parcialidad involuntaria, sea por bajos ingresos, obligaciones familiares o auto-explotación.
Este debate sobre lo que significa y debe ser nuestro trabajo es de vital importancia, porque precisamente es el que más determina nuestras vidas y las de los que nos rodean. No es una mera cuestión de enfrentamiento político o sindical sino una cuestión social de primer orden en la que todos deberíamos estar interesados. Puede que seamos pobres, materialmente, o pobres de tiempo, precarios o auto-explotados, sin tiempo para nosotros o sin tiempo para los demás, o cualquier otra de las situaciones que hemos descrito, pero lo que sentimos la mayoría es que en nuestro día a día, el trabajo y la vida son en muchas ocasiones incompatibles.
Todos necesitamos un trabajo bien remunerado, seguro, estable, regulado y digno, gestionado de forma satisfactoria temporal y salarialmente, que nos permita tener vida privada y disfrutarla, cubriendo todas nuestras necesidades básicas, sociales y familiares. De lo contrario, si no se cumple con alguno de estos aspectos, ni es trabajo ni es vida.