La semana pasada participé en una charla política en nuestra ciudad, de esas de las que en principio se podría pensar que no interesa a mucha gente pero que, sin embargo, tuvo una afluencia apreciable. A pesar de ello, llevaba apenas unos minutos en el acto cuando una pregunta empezó a rondarme la cabeza: "Sí, hay gente pero... ¿y los jóvenes? ¿Dónde están?"
Se trata de una pregunta habitual en el panorama político, y no sólo en nuestro país. En cada acto político, en cada proceso electoral, encontramos análisis sobre si los jóvenes participan, si votan o si prefieren abstenerse, siendo la baja participación de los menores de 30 años uno de los motivos con los que se explica que los resultados electorales siempre terminen favoreciendo a los partidos mayoritarios. Así hemos llegado a un punto tal que en alguna de las últimas Elecciones Generales la abstención joven llegó a ser de hasta 15 puntos superior a la de las demás franjas de edad. Y a partir de esta situación, con cierta superioridad moral, concluimos que los jóvenes “pasan de todo”, de la política y de las cuestiones trascendentes, sin pensar en nuestra responsabilidad al respecto.
Quizás para empezar a entender el problema habría que preguntarse qué les ofrece nuestro sistema político, y nuestra sociedad en general, a los jóvenes. Si pensamos en nuestra generación, o en la anterior, en los padres de los que hoy tienen treinta años, casi todos a su edad tenían ya hijos, podían estar comprometidos política y socialmente y participaban de todo lo que hubiera a su alrededor. Pero, ¿y hoy? ¿Hay manifestaciones? ¿Hay activismo social? Poco y si lo hay, no falla, hay mayores. Llegan unas elecciones y los candidatos suelen ser mayores, que hacen propuestas para mayores. Si uno busca en las "Juventudes" de los partidos se encuentra también mayores, de 30 o más años, buscando cómo entrar en el partido de los más mayores.
Hemos entrado en un círculo vicioso en el que las políticas públicas se dirigen cada vez más al electorado mayor y menos a los jóvenes, porque los mayores son más y votan más mientras que los jóvenes son porcentualmente menos y además votan menos. ¿Nos puede sorprender que la juventud tenga razones para el desencanto ante esta realidad política? Los menospreciamos e infantilizamos para después quejarnos de que no están presentes. Si nuestro sistema no habla para ellos y les deja fuera, no es que tengan poco interés, es que no pueden tenerlo porque los expulsamos. Por otro lado, la participación de la juventud en cualquier otro aspecto de nuestra actividad social y/o cultural, de la nuestra, de la de los adultos, también es baja; más que un problema político, es social.
Fundamentalmente nuestros jóvenes sufren una enorme dificultad social y cultural para dejar de ser niños. Y no sólo es culpa de ellos. Cuando las condiciones (laborales, económicas, sociales, familiares, etc.) no te permiten alcanzar la independencia y permaneces protegido por la estructura familiar, independientemente de la edad que tengas, es muy difícil que asumas otro rol y te comportes como un adulto como tal.
Están creciendo en un contexto en el que alcanzar ese ideal parece poco factible y con la sensación de que les va a costar llegar a "ser adultos" y lo que ello supone: tener un trabajo estable, casa, hijos, etc. Viven en una precariedad que los infantiliza y los aleja de poder participar con pleno derecho en la sociedad, como adultos autónomos e independientes. Los problemas laborales (precariedad y temporalidad) y de acceso a la vivienda hacen que apenas un 16% de los jóvenes españoles estén emancipados o que, en los últimos 15 años, los mayores de 65 años hayan recuperado todo el poder adquisitivo perdido desde la crisis de 2008 mientras que los jóvenes entre 18 y 30 sólo han recuperado la mitad. Así, estamos destinando a la pobreza a toda una generación. Además, no siempre tenemos presente que son plenamente conscientes del “mundo” que les vamos a dejar: del colapso energético; de las crisis económicas y sociales; de la falta de representatividad política; etc.
No puede sorprender, por tanto, que no se comporten, social o políticamente, como las generaciones anteriores. Pero es que, además, si queremos que participen, habrá que estudiar cómo son, cómo les hace pensar el mundo en el que los hacemos vivir, más que en cómo nos gustaría que fueran, y cómo (se) comunican sus preocupaciones, que las tienen.
Los últimos estudios sociológicos sobre la juventud en España nos dicen que son mucho más pragmáticos que nosotros. Aspiran a alcanzar un proyecto de vida estable pero lo ven muy difícil en este mundo "desequilibrado y desordenado". Quieren la seguridad que no se les ofrece, que les hemos quitado. También valoran la estabilidad laboral, pero se centran en la exigencia de un salario justo y tiempo libre suficiente para poder vivir, justo lo que la precariedad les arrebata.
Esta distancia entre lo que aspiran y necesitan y lo que se les ofrece, hace que terminen creyendo que la política no es un lugar en el que puedan solucionar sus problemas, ya que ni habla de ellos ni les ofrece alternativas. No es que se abstengan por pasotismo o voten en contra de sus padres, como podemos pensar. Es que es normal que estén molestos e incrédulos cuando nadie aborda sus prioridades como problemas fundamentales y toma medidas para solucionarlos.
Se trata de un problema generacional, de una fractura social que debe convertirse en prioridad. Y quizás más que preguntarnos dónde están los jóvenes deberíamos preguntarnos qué hacemos aquí los mayores y cuando vamos a escuchar sus problemas y a atenderlos. Porque posiblemente entonces, si participaran en igualdad de condiciones en nuestra sociedad, podríamos nosotros empezar a acudir a sus actos y a dejarlos que tomen las decisiones.