Tribuna

Ignacio J. García

Huida

Mundo caótico y cruel. Incertidumbre y miedo. La gente ya no sabe a qué atenerse, ya no sabe qué creer o si creer en algo o a alguien. No sabemos nada...

Refugiados huyendo de la guerra.
Migrantes huyendo del hambre.
Necesitados huyendo de la pobreza.


Mundo caótico y cruel. Incertidumbre y miedo. La gente ya no sabe a qué atenerse, ya no sabe qué creer o si creer en algo o a alguien. No sabemos nada, pese a saberlo todo o saber lo que quieren que sepamos y apenas sospechamos. Entre la censura, la desinformación, la información sesgada o el exceso de información estamos desnortados. Hay un serio problema de incomunicación debido al excesivo ruido y, paradójicamente, la excesiva dependencia de dispositivos y redes cercana a la sumisión, incluso cierta esclavitud en algunos casos.
Los docentes que impartimos Literatura debemos estimular la comunicación a través de la palabra y de la lectura, bien provocando una reacción e incitando a la acción, bien invitando a la calma en la confusión y pidiendo pausa ante tanta velocidad. La Literatura nos puede ayudar a comprender y recapacitar sobre la situación, para intentar formar personas reflexivas que piensen, ciudadanos que se indignen y protesten o griten en silencio. Podemos leer a Blas de Otero pidiendo la paz y la palabra, así como recitar a Gabriel Celaya o cantar con Paco Ibáñez que la poesía es un arma (arma y amar tienen las mismas letras) cargada de futuro. Podemos sangrar, luchar y pervivir para la libertad con Miguel Hernández y Serrat. Podemos sentir con Rafael Alberti que las palabras quizás no estén heridas de muerte y gritar “paz” en vez de “balas”, sin dejarnos arrastrar por la rabia y odio. Podemos reflexionar con Rubén Darío sobre lo fatal de la existencia o divagar con Pío Baroja sobre los árboles de la ciencia y de la vida. Podemos ayudar a entender el injusto concepto de exilio con Ernestina de Champourcín y su Primer exilio o Rosa Chacel o tantas otras figuras como Max Aub y su permanente ansia de retorno, la nostalgia del peregrino de Luis Cernuda o el recuerdo de “esos días azules y ese sol de la infancia”, de Antonio Machado.

La Literatura siempre invita a leer y vivir la vida que otros soñaron, reta a escapar a diversos paraísos artificiales lejos del horror a manos llenas. La literatura es amor (Lorca, Lope, Neruda, Gabriela Mistral, Bécquer o Rosalía de Castro), es paz (esas tres letras de Gloria Fuertes), es alegría, es un trozo del universo (conjugado por Blanca Andreu en pretérito pluscuamperfecto y futuro absoluto). Con Nicolás Guillén abrimos y cerramos la muralla, con Ana Frank o un niño con pijama de rayas lloramos ante la sinrazón.



La Literatura enseña de manera ficcional (verosímil) que ya ha habido demasiadas guerras reales, demasiado dolor, demasiado sufrimiento inútil. Desde Homero en La Ilíada a Tolstoi en Guerra y Paz; desde Tolkien en El Señor de los Anillos a Orwell en la distópica 1984, con ese escenario apocalíptico y esos aberrantes mensajes del Ministerio de la Verdad (“la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud”, “la ignorancia es fuerza”). Parece que todas las guerras fueran episodios de una sola guerra interminable que nos dejan el corazón helado, como advirtiera Almudena Grandes homenajeando a Galdós y Machado. Parece que la guerra nos convirtiera en girasoles ciegos.

Las Literatura nos recuerda que ya han existido muchos mandatarios fanáticos y dictadores megalómanos. Civilización y barbarie en el Facundo o la desmesura de Tirano Banderas; el terror y la tortura de El Señor Presidente o las miserias y los crímenes de Yo, el Supremo. Impresiona el dictador sin nombre de El otoño del patriarca o el desconsuelo íntimo de las víctimas en La fiesta del Chivo. Son lecturas de las que aprender que desgraciadamente Putin no es el primero ni será el último, que la lucha contra la locura del poder es eterna, pero también que la resiliencia y la esperanza son sempiternas.

La Literatura acoge e inspira, es evasión y compromiso, incita a sentir y disentir. La Literatura alienta a resistir, aviva la imaginación y despierta del letargo, nos aleja de la abulia insolidaria, abriéndonos los ojos y el alma. La Literatura es la memoria que sobrevive al fuego de Farenheit 451 o al escrutinio del cura y el barbero, y es la memoria, anónima o apócrifa, allá donde habite el olvido. La Literatura incluye conocimientos de gramática, dialéctica y retórica, nos permite comprender y expresar, atrapando al vuelo el mensaje preciso con la palabra justa.

Sin embargo, la Literatura va quedando arrinconada y denostada en los sucesivos currículos, reducida a unos cuantos criterios de evaluación subjetivos, considerada como un saber intrascendente, cuando es una expresión cultural fundamental. La Literatura es un arte y como tal, quizás debería ser considerada una enseñanza artística, de régimen especial, como la Música o la Danza, el Diseño o el Arte Dramático. A lo mejor así recibiría mayor atención y sería objeto del estudio que merece, confiriéndole la importancia que debería tener en este sistema educativo. Ojalá en un futuro hubiese Conservatorios de Letras o Escuelas de Literatura, nuevas ágoras de cultura, nuevos ateneos de libertad, dónde se proporcionase una educación literaria de calidad y se disfrutase con fruición de verdadero valor de la palabra escrita, "esencial en el tiempo".