Recuerdo mis clases de español para extranjeros durante el último año de carrera de Filología hispánica en Granada. Había dos chicas islandesas, no abundaban los islandeses, había, sobre todo, holandeses, ruidosos y altaneros; japoneses, extraños y sumisos; estadounidenses, cheerleaders y predicadores; suizos, prácticos y metódicos. Uno de los suizos estuvo limpiando un reloj durante un día entero, desmontándolo y rearmándolo paciente y ajeno a las explicaciones.
Los checos pretendían saber más que tú, discutían contigo el más mínimo aspecto de gramática, como si hubiesen inventado la gramática española, como si fuesen herederos de Nebrija, el bohemio, y el subjuntivo no encerrase secretos para ellos.
Una chica danesa, a la que veía en el futuro como la Lotte de Werther, pura, y dando de comer a chiquillos y borregos en las prístinas fuentes de la abundancia de su país boreal.
Australianos defensores del medioambiente con cara de mil desiertos. Neozelandeses neonatos en su cambio de sexo y ojos reventados por la presión de las plataformas submarinas. Alemanas turgentes, disciplinadas y disciplinantes; austriacos solícitos dueños de hoteles. Ingleses que trabajaban en Hollywood. Brasileños vestibulares, hijos de embajadas y de valijas diplomáticas. Marroquíes afrancesados que entonaban canciones del desierto con una nostalgia encajonada en los pulmones.
Hongkoneses fríos como el acero, de los cuales, apenas sabías su nombre en clave mientras espiaban en español los secretos de estado.
Sonrisas infinitas en las clases de español, continuas, exageradas, recién puestas en la boca por el dentista.
Sin embargo, en esos años, solo hubo dos islandesas. Hildur, y Ragnhildur, sus nombres, comunes en Islandia, significaban Batalla y La que reina en la batalla, sin embargo, no podían estar peor elegidos esos dos nombres, ya que, cuando hablaban, el tiempo se detenía y todo se inundaba de paz.
Era como escuchar, no un idioma con su estructura sintáctica, sino un nuevo idioma no usado jamás por nadie, la cadencia de una canción medieval ignota. Hablaban, no con palabras, sino con pequeñas modificaciones melódicas en su voz. Su lenguaje se acercaba al canto y se acompañaban de sonrisas y chasquidos que modulaban durante el acto comunicativo.
El italiano parecía un idioma hosco y vulgar cuando hablado; el español, un lenguaje para cabras, lleno de gritos y de groseros gestos. El francés un idioma para maleducados. Demasiada pronunciación en estos idiomas romances mientras que el islandés en sus bocas era solo canto.
Ellas eran la perfección idiomática, la concreción de la virtud y la virtud del habla. Desmentían estas dos ciudadanas de Reikyavik toda la teoría lingüística de los diferentes Círculos de Praga, de Hjemslev, la teoría de Trubetzkoy o del dicharachero Chomsky que hablan de teorías internas y generativas de palabras, ellas hablaban sin palabras, tan solo modulaciones parecidas a la evolución del canto o al lenguaje de las ballenas.
Nunca alteraban la voz. Un día, le pregunté a la bella Ragnhildur que por qué estaba tan seria después de hablar con su compatriota Hildur, y me dijo que, nada más lejos de la realidad, ya que estaba a punto de estallar de la risa por un chiste. Su gestualización no se correspondía con el idioma. Ellas eran las depositarias de ese idioma que yo nunca había escuchado y que jamás volví a escuchar. Eran la elevación, la evanescencia, la Beatriz lingüística, la ensoñación de primer idioma divino.
Para las vacaciones de Navidad, todos cantábamos un villancico, primero en español macarrónico, y después, en la lengua vernácula de cada uno. El villancico español estaba lleno de metales y botellas atacadas con cubertería improvisada y panderetas desordenadas, (además, todos los estudiantes asociaban el español con el ruido). El villancico era mejor cuanto más ruido hacía. Las chicas marroquíes cantaron una hermosa canción del desierto. Los ingleses hicieron lo propio con sus más contumaces canciones de navidad. Los alemanes agasajaron al público con canciones bávaras, castas y pías.
Cuando les llegó el turno a las islandesas Hildur y Ragnhildur, todos se pusieron a llorar. Lo cantado hasta entonces no había sido sino una pantomima de canción, una explicación de lo divino chusco, una tergiversación ruidosa de la realidad, un estruendo sin sentido. Mientras cantaban las dos se cogieron la mano y pareciera que iban improvisando conforme se miraban, como viendo qué parte del alma de los presentes no habían destrozado aún. Entonces recordé el significado de sus nombres y cobraron pleno sentido: Las que reinan en la batalla. Habían ganado sin sangre aquella guerra del ruido.
Les pregunté que por qué habían elegido aquella canción de funeral y duelo, con sus dos voces al unísono traspasando los límites del aire y del alma humana hasta dejarlos heridos por una pena incomprensible, a lo que ellas respondieron que no, habían escogido el villancico más animado que se cantaba la noche del veinticinco en cada casa islandesa, además, afirmaron estar extasiadas por el esfuerzo interpretativo.
Durante la fiesta posterior, las dos chicas se retiraron a un rincón, sin hablar, o hablando con esa manera suya del silencio mientras los demás soplábamos burdos pitos extensibles, gritábamos, bebíamos sidra barata portando gorros ajustados, e intentando sobreponernos a aquella actuación.
A mí me sorprendía que las dos quisieran aprender nuestro idioma embarrado y árido, y que pagasen por ello. Cualquier idioma, en realidad, lo era, en comparación con aquel anuncio del infinito, aquel avance sideral de las voces boreales.
Después de aquella noche salvaje, no volví a verlas nunca más.