Cuando al calendario no le queda más que una hoja, los otoños se acumulan. Son como esas alfombras de ocres y amarillos que tapizan los parques constituyéndose en objeto de culto de los fotógrafos. Con ese almanaque natural desfoliado, juegan los niños lanzando los días y las semanas al aire, quizás con la infantil pretensión de volver las hojas a las desnudas ramas, aparentemente ateridas ante un invierno que se cierne en breve. Y no saben que para atravesar esa gris estación es necesario despojarse de todo aquello que no va a ser necesario para afrontar un tiempo en el que la apariencia exterior será futilidad. Hasta incluso el rosal que cubre de verde el paredón de mi terraza y la perfuma desde la primavera se ha quedado desvestido. El invierno aparece como una estación dura, o quizás por el momento lo hayamos convertido en una figura nostálgica de evocación literaria, alocado por el cambio climático. Antes los viejos lagartos andaluces, aprovechaban las tardes afortunadas en las que el sol salía a calentar su pellejo, tras cinco meses de lluvia y nublo. Un sentimiento casi olvidado, el del calor natural, que recupera su fuerza después de un invierno que empezaba a perder su reinado, o el de una cercana primavera aun en gestación. Es el invierno de Febrero, como un vientre abultado de la hembra encinta que anuncia la pronta venida de algo nuevo. Eran tardes de chimenea, palos en la lumbre y humo. De ese humo que en el fogón, nos produce el viento jaenero cuando desde el oeste ahoga los brocales de las chimeneas y golpea inmisericorde las ventanas para indicarnos que las calles son suyas. Eran los inviernos antiguos, de cuando el empedrado de las calles se enseñoreaba con el agua; bailaban los tendidos eléctricos en los callejones y titilaba la escuálida luz de las bombillas de 125 voltios. El encierro invernal era tiempo de recuerdos. Demasiado buenos o demasiado tristes, pero siempre demasiados. Todo tiene su tiempo. Detrás viene la primavera y casi no tendremos tiempo de pensar, sino de contemplar. El filósofo y naturista Henry Thoureau nos alentaba a captar el ritmo de las estaciones y dedicar un tiempo de nuestro ocio a caminar junto a estos cambios. Puede que esta sea una actitud básica para convertirnos en amigos del entorno natural que nos rodea y abandonemos un modelo equivocado que está poniendo en peligro a la humanidad. No olvidemos que Gaia seguirá manteniendo y protegiendo al planeta Tierra, cuando nuestra civilización se haya autodestruido. Nosotros, los humanos, comenzamos tras la desaparición de los dinosaurios, y nuestro planeta siguió girando.
Juan Manuel Arévalo Badía
Detrás de la columnaInvierno
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