Detrás de la columna

Juan Manuel Arévalo Badía

Las fronteras

El mundo como aquellas esferas giratorias de los viejos museos, ya no existe. Ni siquiera tenemos la libertad de soñar creativamente imaginando espacios...

El mundo como aquellas esferas giratorias de los viejos museos, ya no existe. Ni siquiera tenemos la libertad de soñar creativamente imaginando espacios cuya realidad forjamos a nuestro mejor gusto. Hoy, con un solo clik, todo aquello que habíamos construido se desmorona ante la incuestionable realidad que nos muestra una pantalla cibernética. Las fronteras eran entonces algo muy cercano. La más próxima estaba en Campillo de Arenas. Sitio de parada obligada del autobús que nos llevaba a Granada y que allí cambiaba el nombre por el de “arzina”. La frontera no solamente era un establecimiento en donde el viajero de las antiguas diligencias se administraba un viático para sustento del camino, también, era el punto donde las cosas ya no se llamaban lo mismo. Aquella “arzina” ponía término a su trayecto en una especie de corrala, mas al uso de los carruajes que de aquellos vehículos a motor. El viaje podía continuar hacia la costa por un corto pero tortuoso camino de peligrosas curvas y barranqueras, como el puente de Tablate de trágica fama, por el que en los veranos se despeñaban propios y ajenos , a cuyo paso provocaba una morbosa mirada, aunque fuera de soslayo, para ver si quedaba alguna señal de la última tragedia. Después de renquear curva tras curva en el paraje denominado los Caracolillos de Vélez, el túnel de la Gorgoracha, dejaba pasar el ambiente salobre que te anunciaba el horizonte marero. En su parada de destino de Motril, volvías a darte cuenta que habías pasado otra frontera. Figuras de rostro mas oscuro, labios carnosos y orondas barrigas ocupaban las sillas que en el exterior proporcionaba, creo, un casino. La arzina, era ahora la “graeee” y aquellas gentes se entendían en un idioma de “zendrieees”, “zerdineh” y “majaleh”, aspirando letras y hablando con una rapidez que dificultaba mas aún el entendimiento. Una raya lexicográfica para los de tierra adentro de otra frontera que lindaba idiomáticamente con la inmensa llanura manchega. Las fronteras son hoy en día otra cosa. Casi más sociales que geográficas. Fronteras entre la igualdad y desigualdad; entre la riqueza y la pobreza; entre géneros. Esas no están ahí como consecuencia de un accidente geográfico. Tenemos una capacidad desgraciadamente infinita para ello. Las creamos nosotros para señalar diferencias, posicionando a la persona o a la idea en lo herético, que es como denominaban los obispos a los que no pensaban como ellos. En fin, yo ahora no tengo mas frontera que la línea de las nubes por abajo, con el azul del cielo, a los 3300 metros de altitud de la isla picuda. Eso me reconforta.