Detrás de la columna

Juan Manuel Arévalo Badía

Viajando

Mi percepción más remota de un viaje estaba rodeada por el cristal del escaparate de LA PERDIZ, una tienda de artículos de viaje y armería que en la calle...

Mi percepción más remota de un viaje estaba rodeada por el cristal del escaparate de LA PERDIZ, una tienda de artículos de viaje y armería que en la calle Bernabé Soriano llenaba sus escaparates de juguetes en época de Navidad. Allí, un tren eléctrico daba vueltas y vueltas a un micro mundo limitado de figuras de indios y muñecas, sin más destino que seguir circulando en aquel bucle de forma monótona y continua. Sin paradas, sin sobresaltos. Pero esa imagen había generado un modelo único de viaje. Tan es así, que la primera vez que me subí en un tren de carbonilla, todo mi afán era saber en qué lugar de aquel círculo se encontraba Madrid, generándome un problema en mi imaginario geográfico más allá de aquél escaparate de la Carrera. El Madrid de entonces se caracterizaba por un olor especial y por una “casa de fieras”, que también olía de una “forma especial”. Quizás con la poca edad, la retención de las imágenes en la memoria no adquieren un poso temporal, pero curiosamente el olfato persiste en algún pliegue de este sexagenario cerebro para definir aquel Madrid neblinoso. Mis guías de viaje, por entonces, las constituían las lecturas de Julio Verne. Sin embargo su viaje a la luna me produjo un efecto contrario al resto de sus novelas. Mi imaginación había adquirido ya un límite de racionalidad por el que aquel lanzamiento de vagones balísticos me olía a engaño, máxime cuando acababa de ver aquella cinematográfica luna de Méliès con su ojo damnificado por el cohete de la modernidad. Aquello me parecería algo chusco, comparado con otro viaje a la luna en el que Tintín y el capitán Haddock realizaban el mismo trayecto en una nave de posibilidades tecnológicas. La ciencia no había llegado aún a la luna, pero el dibujante Hergé si sabía cómo hacerlo, aunque fuera en la ficción. La imaginación se adaptaba a las realidades científicas para jugar con sus posibilidades. Para entonces el Capitán Trueno y su eterna novia Sigrid habían pasado ya al asilo, lugar adonde iban a parar los viejos. Sin embargo, Nemo, me parecía otra cosa. Un submarino movido por energías aun no inventadas surcando la profundidad de los mares ; enfrentándose a cefalópodos gigantes y encontrando ciudades perdidas de incalculables tesoros. Del órgano que tocaba en aquel vehículo sumergible, tome una máxima que coronaba dicho instrumento MOBILIS IN MOBILE, que quiere decir: Libre en la libertad. Tardé tiempo en darme cuenta que la revolución de La Comuna parisina llegaba de la mano de aquel vejete barbudo y patriarcal. ¿Quién lo hubiera pensado?