El bar de la esquina

Antonio Reyes

Poca esperanza

Somos cómplices de los malos de la película, los actores secundarios necesarios que toda atrocidad utiliza para consumar los delirios irracionales

No soy agorero de nacimiento, pero tras una leve mirada a los últimos años, uno es incapaz de vislumbrar un futuro medianamente positivo para todos nosotros. «Yo, soy rebelde porque el mundo me hizo así», que diría aquella. Cuesta mucho trabajo pensar que quienes dirigen el cotarro a nivel mundial nos estén preparando un lugar mejor que el que tenemos para llevar a cabo los sueños de los que nos releven. No tengo esperanza ninguna en ello, cero ilusión, cero pensamientos positivos. Lo digo y lo pienso a diario: nos merecemos todo lo malo que nos pase.

Somos cómplices de los malos de la película, los actores secundarios necesarios que toda atrocidad utiliza para consumar los delirios irracionales que miles de personas traman en aras de sus cajas de caudales. Guerras, tramas económicas, crisis inventadas, derrocamiento de gobiernos… No hay paso que se dé que no sea para lograr ganancias económicas que nunca repercuten en beneficio de los que más lo necesitan. Pero ahí seguimos los ilusos habitantes, creyendo lo que nos dicen y sufriendo en silencio las consecuencias. «Es el mercado, amigo». Pues si lo dicen ellos, que son los que saben, será cierto. Mientras tanto, el péndulo de la hipnosis sigue su baile cautivador de un lado a otro y nos hace repetir sus eslóganes allí donde la lucha de cuñaos es a caraperro.

En estos días de reuniones familiares y de espíritu navideño, con toda nuestra tradición católica a las espaldas, hay quienes prefieren ponerse del lado de los genocidas. Ni siquiera saben por qué lo hacen, pero ven a sus líderes y repiten como cacatúas porque eso será lo correcto. Reuniones para rezar por la unidad de España a las puertas de un partido político, soflamas católicas y retahílas rancias pidiendo la salvación ante el diablo comunista bolivariano que permite que nuestras tradiciones más arraigadas se desquebrajen como la tierra seca que ahora pisamos. Mientras tanto, en Tierra Santa (¿perdón? ¿Tierra qué?), la cuna del cristianismo, el hogar de Jesús y de todos sus apóstoles, la teoría cristiana lleva guardada en un cajón tantos años como tiene su fe.



¿Y aquí, en casa? Pues a lo nuestro, a olvidarnos de los que más necesitan nuestra ayuda. Es más importante juntarse para rezar un rosario en contra de políticos que visibilizar que de verdad son cristianos de raza, esos que buscaba Jesús en sus andanzas por aquel Israel ocupado por los romanos. Qué lástima de fe, qué desperdicio de rezos, qué poca honestidad y qué falta de amor por el prójimo. Sí, falta de amor, que va siendo hora de que alguien os lo diga a la cara. Preferisteis que la gente os viese enarbolando la bandera de todos en la Plaza de Santa María gritando contra la amnistía que caminar, rezar y gritar contra el genocidio del pueblo de vuestro dios. Pero claro, una cosa es ser católico y otra cristiano, que no todo el mundo sabe la diferencia. Además, sabemos que clamar contra el asesinato de inocentes es cosa de rojos y vuestra iglesia y partidos políticos no se llevan muy bien que digamos con esa parte del arco iris. Bueno, en realidad con todo el espectro de este. Cómo echamos en falta vuestros rezos por todos los ancianos que murieron abandonados en residencias por no tener un seguro privado de salud. O cuando echan a patadas de su casa a una abuela por no poder pagar. Tantas veces nos preguntamos dónde estabais que ya ni os esperamos. 

Cuánta decepción, tristeza y falta de esperanza en el hombre. Nos dirigimos al abismo más oscuro porque así lo pedimos, cogidos de la mano de embusteros a los que no les importamos nada más allá de ellos mismos y sus intereses. Seguimos sus zanahorias atadas a un palo caminando como burros con más pena que gloria por un mundo al que solo le prestamos atención unos cuantos minutos al año. Y claro, cuando uno piensa en esos creyentes bien vestidos y ataviados con la rojigualda, no me queda otra que echarlos de menos en los momentos más duros de verdad. Porque no basta con acordarse de las víctimas de guerras injustas, náufragos en alta mar, muertos de hambre y frío en campos de refugiados, desahuciados de sus viviendas, por los que sueñan con saber qué es so de llegar justos a fin de mes. Todo lo que no sea una revolución serena y controlada para cambiar el rumbo que llevamos, no servirá para nada. Pero ahí seguirán, apostados bajo sus cruces de joyería y dedicando todos sus esfuerzos a no hacer nada. 

Hay que levantarse y decir «hasta aquí hemos llegado». Si no es así, más nos vale no traer más criaturas a este mundo con el único motivo de saber qué se siente al ser padre o parir con dolor. Tenemos la obligación moral de plantarnos delante de sus sedes para detener la deriva a la que nos llevan, no para rezar por una bandera y unidad en la que no todo el mundo cree. Aquel que dicen que nación en Belén, esa ciudad palestina que hoy mira con dolor los cadáveres de los suyos, seguro que nos vería con otros ojos si arrimamos el hombro y nos dejamos de plegarias equivocadas. Llevamos dos mil años errando el tiro en nuestras plegarias, fallando en las promesas sin saber que lo que realmente ocurre es que somos nosotros los que pagamos las penitencias por los pecados de otros. Pecados estos que no solo no los llevarán a la derecha de ningún dios, sino que nos están condenando a todos a una vida eterna entre las llamas del infierno por inacción. ¿Os acordáis cuando decíamos que saldríamos mejores personas tras la pandemia? Pues eso. 

Qué pena que los verdaderos enemigos del hombre se escondan detrás de un dios que, si por él fuera, nos condenaría a echar carbón a las fraguas del infierno para la eternidad. Lástima de mundo, lástima de falta de amor, lástima de dinero, lástima de Humanidad.