El bar de la esquina

Antonio Reyes

¡Qué lastima!

La vida es lo que ocurre al otro lado del mundo, a una distancia solar de la proa de un cayuco cuarteado con sangre de los que no consiguen terminar el viaje

No recuerdo haber visto, leído o escuchado un nombre tan bonito como el de Felipe Camino Galicia de la Rosa. Tuvo una vez una visión que le hizo escribir, quizá, uno de los poemas más tristes de la historia de España, ¡Qué lástima!, que lleva vigente desde que aquella «mujer agobiada con una carga de leña en la espalda», los «mendigos que vienen arrastrando su miseria a Pastrana» y la «niña que va a la escuela de mala gana», llegaron para decirnos que el hombre no dejará jamás de sorprendernos para mal.

Qué lástima que los que huyen de guerras y desiertos sin patria «no puedan entonar con una voz engolada esas brillantes romanzas a las glorias de la patria». Estos, los que huyen, saben que «la historia es la misma, la misma siempre, que pasa desde una tierra a otra tierra, desde una raza a otra raza, como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca». Estas personas no tienen ni patria, ni comarcas. Solo piel quemada al sol y unas cuantas gotas de vida que beber sorbo a sorbo. Ni siquiera bolsillos en los que guardar el polvo como recuerdo de eso que algunos llamaríamos vida. Pero no, no son vidas y para la mayoría de expatriados no lo serán jamás.

La vida es lo que ocurre al otro lado del mundo, a una distancia solar de la proa de un cayuco cuarteado con sangre de los que no consiguen terminar el viaje cuando la quilla rompe temerosa contra las playas de la civilización, donde los bastardos les niegan el pan y la sal a quienes ya solo saben llorar lágrimas de súplica sin tener siquiera un hogar con el que mal soñar. Porque ellos, los marineros del miedo, ¿qué van a cantar, si no tienen ni una patria, ni una tierra provinciana, ni una casa solariega y blasonada, ni el retrato de un abuelo que ganara una batalla, ni un sillón de cuero, ni una mesa, ni una espada? ¡Qué voy a cantar si soy un paria que apenas tiene una capa!



Aquí solo les esperan cristianos que les meten en la boca una esponja mojada en vinagre clavada en la punta de una lanza. Porque es así como cuidan al enfermo y al apátrida esta gente que siente que son espléndidas imágenes a semejanza del altísimo. Son ellos, los más beatos, los de misa diaria, los que procesionan con mantilla y lágrimas en los ojos y se desgañitan cuando escuchan «Soy el novio de la muerte». Señalémosles con el dedo, que todos los vean a su rey desnudo. No les falta razón, no, porque la muerte es quizá el único destino para esos hijos de Dios que lanzan gritos de socorro que los oídos beatos no escuchan. La muerte, la deuda que pagan todos los hombres, todos. 

Que sí, que son esos que amparan sus miserias y su odio en frases como «hombres en edad militar» para sembrar el miedo los que han renovado la peor arma que sus antepasados utilizaron durante cuarenta años y que tan buenos frutos les brindaron. Saben que el pueblo calla y no actúa, que el interés por el prójimo solo está en cuatro pelagatos piojosos y malabaristas de la acción solidaria que no traen más que basura a las calles. No, claro que no. ¿O acaso vamos a comparar a las grandes familias, a sus vasallos y chupamiembros con esta mugre de personas que se empeñan en llamar a cada cosa por su nombre y ayudar a quienes huyen de guerras y del terror? Aquí no hay nada que no perdone una buena hostia consagrada cada domingo y treinta monedas en el cepillo de la parroquia, mecanismos limpiadores de conciencias vacías de amor al necesitado. 

Crecen, a diario crecen, mes a mes crecen los sepulcros blanqueados sin que nadie de su comunidad eclesiástica los detenga y sus iguales les recuerden algún salmo oportunista: «el Señor es mi pastor, nada me puede faltar». Lo hemos visto este año camino de las JMJ, cantando aquello de «que te vote Xapote». Son una tribu, como lo son los viajeros sin destino que a millares se derrumban en nuestras costas con bandera blanca. Y son ellos, los del credo a medida de los suyos, los que ni están ni se les espera. Las almas en pena de los cayucos no son más aquellas invasiones bárbaras que vienen a violar a nuestras mujeres, a vivir del cuento, a robarnos el dinero y a ocupar nuestras casas. El miedo, siempre es el miedo, porque le hemos abierto los brazos a la mentira sin pensar en que hay personas que viajan con la muerte bajo el brazo desde el momento que llegan a la vida.

Yo nunca tuve esperanza en esas personas que odian de forma tan despreciable. Vivo tranquilo sabiendo que el día de mañana, cuando el oficial del juzgado divino venga para entregarme la citación para el juicio final, podré exponer con total confianza y tranquilidad cómo ha sido mi vida terrenal. Y verá su señoría que nada de lo que hice se merece un castigo ejemplar y me despojen de la posibilidad de tener una pequeña parcela en el reino de los cielos. Viviré para toda la eternidad con los míos, con los que se marcharon hace años y desde mi ventana escucharé los gritos de dolor de aquellos que se golpeaban el pecho en una procesión por puro postureo y arrastraban sus falsedades por la Tierra creyendo que sus acciones eran lo que Cristo esperaba de ellos.

Mi única tranquilidad es que esta gente no tendrá su espacio en el reino eterno, sino que arderán en el infierno por no hacer nada por esas almas perdidas que escapan por mar de guerras, hambre, violaciones y asesinatos religiosos de unas tierras que nunca les dejaron cultivar un bonito Paraíso y soñar, parafraseando a Felipe Camino Galicia de la Rosa, el gigante León Felipe, en su magnífico poema, que «ellos jamás tendrán en esta tierra de España una casa en la que estén de posada, ni una mesa de pino ni una silla de paja».

No os vayáis muy lejos. En mi jardín divino siempre tendréis la esperanza y los brazos abiertos que hoy os niegan quienes se pasean por la vida terrestre rezando a un dios y siguiendo una doctrina en la que en realidad no creen ni quieren hacerlo.