Tengo un pálpito: los líderes, el liderazgo, estarían sobrevalorados en una sociedad como la actual que se arrastra hacia nadie sabe dónde, que se baña cada día en la incertidumbre, que sufre las consecuencias de una forma de actuar que nadie entiende, que es incapaz de dar solución a sus problemas, que huye de los valores que -no hace tantos años- fueron capaces de ahormarla y que ahora rehúye tener forma alguna. Hemos confundido al mandamás y al jefe con el líder y, si hubiera tantos líderes como se dice, nos irían mejor las cosas; todos iríamos detrás, sin estridencias y sin miedos, de aquel que marca el camino y hace que los demás le sigan, que no otra cosa es ser líder.
Lo he repetido demasiado, y lo diré una vez más: liderar es, en el fondo, educar. La idea del liderazgo no puede despojarse de su dimensión ética porque liderar es una cuestión de carácter, y un proceso que tiene que ver mucho más con la acción que con la palabra. El líder no es siempre el más poderoso; como antes señalamos, es el que nos indica la senda por donde transitar. El líder nace y, además, con formación -con educación- se hace, porque el método idóneo (la herramienta más eficaz) que el líder tiene para gestionar es la coherencia y el ejemplo, características que dan legitimidad al líder que, además, debe tener capacidad (ideológica y de propuesta) y, singularmente, voluntad, sobre todo, para saber lo que se quiere y estar dispuesto a pagar lo que cuesta. El líder debe saber -y también tiene que saber contarlo- adónde va porque, como nos enseñó Séneca en sus “Cartas a Lucilio”, a quien no sabe hacia qué puerto se encamina, ningún viento le será bastante propicio. Para que no me tachen de anticuado, para encontrar el respaldo “científico” a mis ideas y pálpitos, he preguntado en Internet a un chat de Inteligencia Artificial -tan de moda- qué es un líder, y me ha contestado sin dudar: “Una persona que inspira y dirige a un grupo de personas hacia una meta común. Un líder tiene la capacidad de motivar, guiar y coordinar a su equipo para lograr objetivos específicos.
Además, un buen líder debe tener habilidades de comunicación efectiva, toma de decisiones, resolución de problemas y empatía para poder entender y liderar a su equipo de manera efectiva”. ¡Bingo!
Así las cosas y próximos ya un racimo de elecciones, mítines, verborrea sin límites y promesas/programas que no se cumplirán, me pregunto si vamos a ser capaces de escoger un programa electoral y a nuestros líderes políticos tras una reflexión sincera, con honestidad intelectual, o nos vamos a dejar llevar por filias/fobias, por las apariencias que guían en muchas ocasiones a los humanos o nos decidiremos por el análisis de proyectos políticos serios, de los que hincan sus raíces en las necesidades de la gente y persiguen el bien común, es decir, la satisfacción de las necesidades humanas.
Desde la responsabilidad así entendida, deberíamos reflexionar acerca de una ética práctica para líderes y dirigentes: políticos, empresariales o institucionales, que tanto monta. Aristóteles nos enseñó que el mejor tratado de moral es siempre un tratado de razón práctica. La ética no es otra cosa que cumplir, desde la dignidad y el compromiso, con lo que deba hacerse en cada momento. La búsqueda inagotable de normas relativas a un "aquí" y "ahora", que se engarzan con los valores cuyo ejercicio también nos legitima: democracia, libertad, decencia, igualdad, fraternidad, solidaridad... Difícilmente pueden ilusionarse y dirigirse personas sin comportamientos éticos que no se basen en relaciones de confianza. No habrá porvenir para nadie sin una conducta empresarial, personal o institucional capaz de exigirse, de cumplir sus compromisos y de dar cuenta cabal de sí misma. Aunque no nos demos cuenta, vivir nos cambia, y el líder, para seguir siéndolo, debería seguir los consejos que hace dos mil años dictó Séneca: “Escoged mejor a los que enseñan más bien con su vida que con sus discursos; a los que dicen lo que deben y hacen lo que dicen”. Eso es coherencia y, si así actuamos, imprescindible ejemplo.