Hay diásporas inevitables que acontecen en algunas de las llamadas ciudades de provincias.
Éxodos de esa parte de la población que no encuentra allí el lugar donde hacer realidad el futuro de sus vidas; en otras palabras unas condiciones laborales o profesionales dignas;
las que son imprescindibles para alcanzar la autonomía a la que se aspira cuando eres joven;
sin que ello suponga renunciar a una existencia junto a tus amigos del patio de colegio, o cerca de esa familia, siempre leal y dispuesta a apoyar los sueños de una generación que pide paso para forjar su propia historia.
Pasa en alguna de esas ciudades que se ven a lo lejos desde la ventanilla de un tren, presididas por el castillo de una época más gloriosa, o la catedral que abandera su paisaje urbano.
Les sucede a aquellos que llegaron con la idea volver cuanto antes a sus orígenes, pero al final se quedan y forman familias en la nueva tierra de acogida. No pocos de ellos se lamentan por no recuperar el cordón umbilical que los une emocionalmente a su ciudad natal, sin la capacidad para adaptarse a una comunidad formada en su mayoría, o casi, por los mismos extraños que hace tiempo llegaron, también de paso, para quedarse definitivamente.
También en estas ciudades viven todavía quienes, originarios o adoptados voluntariamente por una sociedad que los recibió con el don de la hospitalidad, desarrollan, en el extremo de sus vidas, un instinto por el último viaje hacia las colonias que baña ese mar que forma parte de nuestra memoria de sureños.
Paraísos a los que migra la imaginación de los viejos del lugar, en una huida posiblemente forzada por la soledad creciente que forjan los amigos que desaparecen, o los hijos que peregrinaron hace ya mucho tiempo en búsqueda de un mínimo de esa fortuna y oportunidades que su ciudad no les concedió en la juventud.
No es preciso citar las coordenadas geográficas, ni decir el nombre de esa ciudad, sobre la que escribo algo que, de todos modos, no pretende ser el epitafio de nada, ni siquiera de un porvenir más próspero en el que, y desde aquí, sigo conservando la ilusión del primer día que pisé sus calles.