Han pasado casi dos siglos del famoso “Vuelva usted mañana” con el que Mariano José de Larra resumía la pesadilla de un extranjero que quería resolver en quince días sus asuntos en España. Cosas de otra época, pensaba yo, hasta que he necesitado tramitar una solicitud para que un familiar de 92 años sea valorado por la Ley de Dependencia.
Ilusa de mí, creía que en plena era digital todo el procedimiento sería más claro, más fácil y más ágil al poder gestionarlo electrónicamente, opción que se ofrece en la web específica de la Junta de Andalucía. Pero ojiplática me quedo -como dicen los modernos- cuando sigo leyendo que la aportación de documentos solo puede hacerse presencialmente y hay que adjuntar, en todo caso, un certificado de empadronamiento y un informe sobre sus condiciones de salud. Así que “adiós” a la prometida presentación digital.
Entonces me descargo el formulario, comienzo a rellenarlo y advierto que también necesita un certificado que justifique su minusvalía del 33%; sin embargo, me resulta imposible obtenerlo de la “carpeta ciudadana” en la sede electrónica, carpeta que se “vende” como la panacea para los trámites con la administración.
Por otro lado, su médico me deriva a la enfermera de enlace, que me dice que el informe sobre su salud solo lo hará cuando los Servicios Sociales se lo requieran. Con las neuronas rayadas pido cita con la trabajadora social, quien me deja estupefacta al afirmar que “No tiene que aportar nada, porque una cosa es “minusvalía” y otra “discapacidad”, que es de lo que se habla. El certificado de empadronamiento -continúa- tampoco es absolutamente necesario, pero ya que lo tiene adjúntenlo y entréguelo todo en un registro oficial. Además -concluye ante mi creciente estupor-, en la web de la Dependencia está todo muy bien explicado”.
Ojiplática al cuadrado, respondo que de nada me ha servido mi licenciatura para entenderlo y le planteo la pregunta del millón:
- ¿Y cuánto tardarán en resolver la solicitud de valoración?
- Dos años y medio -me responde sin pestañear.
Ojiplática al cubo, renuncio a contestarle que dos años y medio es casi el triple del tiempo medio que se tarda en España, y que ahora entiendo perfectamente por qué unas 40.000 personas dependientes fallecieron el año pasado esperando ser atendidas o valoradas. Recojo rápidamente mis papeles y me despide con un lacónico “ Adiós y suerte”, que suena a mis oídos como la versión actual de aquel “Vuelva usted mañana”.