Mira de frente, con la cabeza alta. Digna, entera. Se quita las gafas sin pudor mostrando los años que han ido pasando, uno a uno. Poco a poco, muchos. Esos días que caían en olvido. Ese bajón, esa falta de memoria mezclada con extrañas sensaciones, con vagos relámpagos que le dejaban mal sabor de boca, un regusto amargo de que algo estaba pasando.
Y no hay explicación a ese vacío. Acude junto a su fiel esposo una y mil veces al médico, que nunca encuentra motivo. Le pregunta a él que solícito responde preocupado, como no puede ser de otra manera, por la salud de su querida esposa con la que lleva conviviendo casi 50 años.
Y así pasa una década, en la que se adentra en los setenta. Ajada y un poco despistada, ya con achaques de los que inculpa a un inoportuno Alzheimer que va sobrellevando con los cuidados de él y sus hijos. Pero siempre digna y serena. Piensa que tiene una buena vida, la que soñaba para su madurez. Rodeada de los suyos, sin estridencias pero feliz.
Una extraña llamada de la policía, el arresto sorpresivo del buen esposo con un chocante motivo, grabar debajo de las faldas a las chicas en el supermercado. No da crédito, no es posible. Y el agente insiste en que debe acudir, algo de unos vídeos que ella no quiere ver, no quiere reconocer a su compañero en ese viejo verde que busca las bragas de las jovencitas. Será un mal día, serán los años, ya están mayores. Pero vuelven a llamarla, debe acudir sin falta. Se resiste, lo atrasa, no quiere ver al malvado. Por fin va. Pero no son chicas, es ella, con decenas de hombres encima, a veces dos o tres juntos. Jóvenes, viejos, vecinos, extraños, el vendedor de seguros, el bombero, un abogado, dos maestros, cuatro jubilados, seis del pueblo de al lado, ocho del de más allá. Cientos que le parecen millones. Horas y horas de imágenes. Violada, ultrajada, sin conocer ni reconocerse. Esos vacíos, esas lagunas, esos malos sueños. Esas visitas al médico siempre acompañada por él. El, siempre él. ¿Amado? ¿Cincuenta años?
Ese hombre que se siente fuerte cuando le suministra la droga, la publicita para que vengan a su propio hogar, a su cama a quebrarla. El da las instrucciones a los hombres, la graba, lo guarda y lo visiona. Disfrutando de que su querida esposa es violada reiteradamente por extraños que conocen su inconsciencia. Ahora se preguntan por esos ojos cerrados. ¿O quizás los abrió un poco..? ¿Esa es su defensa? Solo dos lo reconocen y solo uno le ha pedido perdón. Hay quien pensaba que estaba muerta. Alegan malas experiencias en su infancia, traumas, enfermedades mentales. El horror hecho vecino con rostro de fiel esposo.
Y él sigue mostrándose poderoso, los acusa a todos. Comparte su maldad para sentirse menos responsable. Los nazis y Hitler enseñaron mucho al mundo de repartir culpas.
Ella ha acudido todos los días a las sesiones del juicio sin taparse y mirando de frente. Él se resistió, achaques varios que le impedían estar. Más de cincuenta hombres tapados con gorras, capuchas, mascarillas para que los vecinos no los reconozcan como lo que son, criminales, violadores. ¿Quién es capaz de crear esa estructura del mal? Con frialdad y durante años y años.
Sólo ella hace que merezca mi atención el relato. Porque es digna, y quiere ser ejemplo. Para que ninguna mujer se avergüence de ser víctima de una agresión sexual. Para que ninguna sienta que debe esconderse, para eso se esfuerza. Violada por más de 50 hombres y más de 50 veces por su marido. La cabeza firme, sin rastro de ese alzheimer que la comía. Serena.
No sabes el ejemplo que eres. Para todas. Siente mi abrazo y admiración. Contigo he aprendido lo que es la dignidad.