Hoy me meto en un charco del que no sé saldré. Es una reflexión en voz alta, un desahogo porque no sé darle respuesta. Me refiero a diversas y distintas noticias que llegan en los últimos días, creando opiniones en ocasiones contradictorias sobre uno de nuestros derechos fundamentales, la libertad de expresión. Es una de las mayores manifestaciones de un Estado democrático y en las últimas semanas va sobrevolando el paisaje mediático para bien y mal. La quema de libros, y hasta de sus autores y autoras, ha sido tan habitual en nuestra historia que hasta lo exportamos con Colón, estando documentada en 1562, en Yucatán en la que el fraile español Diego de Landa quemó 27 manuscritos mayas. La crónica de la Inquisición a lo largo de los siglos consideraba de lo más peligroso el Lazarillo de Tormes, o más cercano a nuestra memoria, las destrucciones que el franquismo y el nazismo causaron en las bibliotecas del siglo XX dejaron el conocimiento diezmado. Hoy continuamos viendo como los asesinatos a periodistas sigue siendo objetivo prioritario de todos las conflictos y de todas las dictaduras, acabar con quien dé voz y narre las barbaries o injusticias. Hasta ahí, todo reprobable, sin polémica.
Nuestra bien intencionada Constitución de 1978 no tardó mucho en elevar la Libertad de Expresión como Derecho Fundamental junto a los sobreprotegidos. Previsora en este caso, no solo la contemplaba para escritos sino que ya se abre a cualquier forma de reproducción, prohíbe expresamente la censura previa y establece de forma ambivalente sus límites en el honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia.
Y nadie ha alzado la voz porque nos mostraran los medios de comunicación a la Princesa Leonor paseando por un centro comercial o disfrutara la playa con su bikini de rayas, por más que sus progenitores quieran protegerla. Más nos ha sorprendido la demanda de un monarca en fuga frente a un ciudadano paseante por televisión. Parece que el hecho de mostrar fotos besándose con su amante o que otra de ellas nos informara a los y las españolitas que contaba los billetes con una máquina que tenía en su residencia pagada por sus conciudadanos le pareció menos grave. Sólo le molesta el calificativo “corrupto”, no el hecho. Matad al mensajero. Ahí ha encontrado el límite de nuestra querida constitución, ahí está su derecho al honor. Ahí su derecho a reclamar 50.000 euros para otro paseo en barco. Y se admite la demanda por un juzgado que cree se puede limpiar un honor ya pisoteado por su propio dueño y rematado por sus lenguaraces amantes.
Hasta aquí todas y todos nos reiríamos si no existieran otros límites discutidos y otras economías no tan boyantes para defenderse cada día en los tribunales. El caso Bretón debería estudiarse cómo los límites que no se deben saltar pero que es difícil establecer sin censura previa, prohibida expresamente por la Constitución. Nadie es capaz de pensar en el relato de ese libro sin estremecerse, sin sufrir por sus familiares que ven reproducida una décima parte de la barbarie. Pero es difícil. Mucho.
Con esta reflexión he recordado que este verano volví sobre Truman Capote releyendo su gran obra A sangre fría basada en el asesinato de una familia, sus autores y consecuencias que finalizan en la pena de muerte. La distancia física, los años pasados, los paisajes lejanos no me llevaron a la barbarie ni me sentí corresponsable de nada. Y sí lo pudiera ser. También. No sé.
Y no sé establecer esos límites más allá de mi percepción. Difícil, mucho para las víctimas. Difícil también para quien establece las fronteras.
Esta vida a veces es demasiado cabrona.