En lo que va de 2024, apenas tres meses y unos días, siete niños han sido asesinados por sus padres para castigar a sus madres. Es casi la misma cifra que el peor registro, correspondiente a 2017, cuando hubo ocho menores asesinados, si bien el cómputo de tiempo era de 12 meses, no de tres. Las primeras estadísticas oficiales datan de 2013.
El caso más reciente ha ocurrido esta semana en El Prat de Llobregat, donde un padre mató a su pareja y a sus dos hijos menores y luego se suicidó lanzándose a las vías del tren. Cuatro muertes violentas en solo unas horas. Aquí, el orden de los factores sí que altera el producto, pero a los asesinos machistas nunca se les pasa por la cabeza la opción de darse muerte a sí mismos para así no tener la oportunidad de dársela a quienes, quién sabe, quizá alguna vez amaron sinceramente. Son asesinos ciegos y sordos a todo lo que no sea el odio patriarcal que les quema las entrañas.
La extrema derecha sigue creyendo que se trata de casos particulares, versiones individualizadas y extremas de lo que gustan de llamar ‘violencia doméstica’, que en Andalucía cuenta todavía con un teléfono específico, llamado de ‘violencia intrafamiliar’, impuesto en su día por Vox al Gobierno de Juan Manuel Moreno y que este no se decide a suprimir, pues sería reconocer que instituyó tal teléfono por exigencia de Vox, de cuyos votos dependía su primera investidura, en enero de 2019. Según una respuesta escrita del Gobierno andaluz a preguntas de la oposición, el teléfono de Vox costó 252.588,22 euros en 2021 y 254.380,01 en 2022; más del 99 por ciento del gasto fue en personal. En 2022 hubo 606 llamadas: cada llamada le costó, pues, a la Junta 416,81 euros. Todos estos datos los publicó La Razón el pasado 7 de enero, en una información firmada por su redactor Pedro García.
Los gobiernos acostumbran a creer que rectificar los deja como idiotas; en realidad, es un poco al revés: no rectificar es tomar a los ciudadanos como idiotas. Suprimir ese teléfono negacionista dejaría en evidencia a Vox y reafirmaría el compromiso, que nadie cuestiona, de Moreno y el Partido Popular contra la violencia de género. La supresión del teléfono proyectaría la imagen de un Moreno franco y sin dobleces, dispuesto a admitir con deportividad lo que todo el mundo sabe: que el teléfono impuesto por Vox es una afrenta que nunca debió ponerse en funcionamiento.
El corazón de un padre que mata a sus hijos es como esos agujeros negros de los que hablan los astrónomos cuya poderosísima gravedad succiona todo cuanto se acerca a ellos. Cuando ese hombre toma la decisión criminal, su corazón es un agujero negro que devora cuantas preguntas podamos hacerle, sin devolvernos jamás respuesta alguna. Quizá sea mejor así: si nos las diera nos parecerían ridículas, triviales, inverosímiles en comparación con el dolor inconmensurable causado.
Quienes matan a sus mujeres no son asesinos normales. El suyo es un formato homicida propio y específico. De hecho, la identificación de la violencia de género con el terrorismo, sostenida por buena parte del feminismo, es equívoca; seguramente confunde más que aclara, aunque sí cabe encontrar entre ambas violencias un punto de contacto. Es este: a lo que más se parece un criminal machista no es un terrorista en general sino, más concretamente, a un terrorista suicida. Ninguna legislación contra la violencia machista, por muy severa que sea, disuadirá nunca a un tipo poseído por una fe primitiva y mostrenca cuyo dios exige el sacrificio de los humanos más próximos para para darse por satisfecho.
Los asesinos machistas son fundamentalistas sin saberlo. Son fervorosos practicantes de un diabólico credo cuyo primer mandamiento consiste en negar la libertad de las mujeres. El dogma que veneran tiene más mandamientos, pero todos ellos penden de ese primero sin el cual los demás carecen de sentido y operatividad. La mano que mata es la suya, pero la voluntad que la mueve es una fe ciega, una teología tenebrosa y cerril que a unos les ordena hacer la guerra santa y a otros asesinar a sus mujeres y, llegado el caso, también a sus hijos.
Un yihadista cree defender los preceptos de Alá cuando cuando hace saltar por los aires un tren o un rascacielos; un asesino machista, cuando decide matar a su mujer, cree estar defendiendo su dignidad y hasta su condición de hombre, que considera lastimada, ofendida o humillada por su víctima. En ambos casos opera una suerte de narcisismo atroz según el cual lo único importante y significativo que hay el mundo es lo que YO creo o lo que a MÍ me pasa, de modo que quien se atreve a menospreciar mi fe o a herir mis sentimientos merece la muerte.