Régimen Abierto

Antonio Avendaño

Cuando fui minusválido

La supresión constitucional de ‘disminuido’, no siendo estrictamente banal, tampoco es precisamente trascendental o histórica

Quede desde la primera línea consignada esta advertencia al improbable lector: abandone ya mismo la lectura de esta columna si espera hallar en ella un aplauso cerrado o, todo lo contrario, una invectiva contra la sustitución en el artículo 49 de la Constitución del término ‘disminuidos’ por el sintagma ‘personas con discapacidad’. Aunque no deja de suscitarme sospechas la irracional decisión de utilizar tres palabras donde bastaría solo una, como es ‘discapacitados’, mucho más belicosa habría sido mi opinión si sus señorías hubieran optado por la insoportable expresión ‘personas funcionalmente diversas’, defendida por señores y señoras con tan buena voluntad como roma inteligencia en cuestiones de lenguaje.

Todo el Congreso, reunido en el Senado, votó a favor del cambio salvo, cómo no, los aguerridos diputados de Vox, para quienes estas cosas de la lengua son melindres de progres trasnochados sin nada mejor que hacer. En Vox siguen siendo firmes partidarios del castizo ‘al pan, pan y al vino, vino’ siempre, claro está, que la fórmula no se extienda ‘a los fachas, fachas’ referida a su partido, pues ello equivaldría poco menos que llamar vino al pan y pan al vino, dado que de qué ni de dónde ni por qué puede alguien incluir la formación de Abascal en la órbita del fascismo. Para el facherío nacional la operación semántico-política sancionada ayer por abrumadora mayoría por el Congreso solo sería otra nueva mojigatería que los defensores del lenguaje políticamente correcto habrían logrado endosar a las nenazas que se sientan en los escaños del Partido Popular, el mismo que en tiempos de Pablo Casado rechazaba la modificación constitucional ahora aprobada.



En todo caso: dada mi condición de ‘persona con discapacidad’ me siento con autoridad suficiente para aplaudir el cambio, sí, pero también para hacerlo con aplausos lo bastante flojos y desmadejados como para que quede constancia de mi sospecha de que habría bastado con regresar al antiguo término de ‘minusválido’ o ‘personas con minusvalía’, no solo por la familiaridad que tenemos con esta palabra quienes padecemos alguna tara física o psíquica, sino porque el propio Diccionario de la lengua española da como equivalentes ambas entradas: minusválido y discapacitado, tanto monta, monta tanto. A ‘disminuido’, el término ahora suprimido en la carta magna, le otorga la RAE una definición propia y específica: ‘que ha perdido fuerza o aptitudes o las posee en grado menor a lo normal’. Y eso, exactamente eso es lo que nos sucede a quienes nunca estuvimos llamados a aspirar a un Nobel u ocupar plaza de delantero centro en ningún equipo de fútbol.

De hecho, uno diría que esa escueta definición de ‘disminuido’ es más precisa y ajustada a la realidad que esta otra de ‘discapacidad’ que recoge el mismo diccionario de la Real Academia: ‘Situación de la persona que, por sus condiciones físicas, sensoriales, intelectuales o mentales duraderas, encuentra dificultades para su participación e inclusión social”. Deudora, esta sí, de los resabios algo tontorrones de lo políticamente correcto, tal definición vale para las personas con una deficiencia intelectual de cualquier grado o una deficiencia física severa, pero no desde luego para aquellas que, aun sin aspiraciones a ocupar el puesto de Vinicius Junior, andamos en el entorno del 35 por ciento de una minusvalía física que nunca nos acarreó “dificultades para la participación e inclusión social”. Nada más lejos de mi experiencia y de mi pensamiento lo expresado ayer, no sin cierto patetismo, por el diputado de Sumar Vicenç Vidal, quien, tras criticar la tardanza en llevarse a cabo la reforma, dejó en el hemiciclo esta perla de hipersensibilidad semántica: “Han tenido que pasar 20 años para que la Constitución deje de insultarme y de decirme que soy menos válido que otras personas”.

El escritor y bloguero Bob Pop argumenta esto en defensa del cambio constitucional: “No somos minusválidos, ni disminuidas, pero tampoco discapacitados, discapacitadas, discapacitades; somos personas con discapacidad. Y con muchas cosas más e iguales derechos”. Me perdonará mi admirado excompañero del diario Público, pero el sintagma ‘persona con discapacidad’ frente al sustantivo ‘discapacitado’ es lingüísticamente tan antieconómico que no resulta funcional ni viable, aparte de que entender ‘discapacitado’ como alguien sin capacidad alguna me parece a mí que es mucho entender. También la lingüista sevillana Lola Pons opina que ‘persona con discapacidad’ no es un rodeo, sino una fórmula construida “sobre una concepción no paternalista y no clínica de la discapacidad”. Vicenç Vidal, Bob Pop, Lola Pons y yo hablamos la misma lengua, pero entendemos ciertas palabras de forma bastante distinta.

Zanjemos, en fin, la controversia afirmando que bien está lo que bien acaba y saludemos el cambio en nombre de los ‘disminuidos’ de 1978 que se sentían ofendidos al ser denominados así en la Constitución, pero hagamos constar esta pequeña protesta: sus señorías no deberían haberse puesto tan huecas como se pusieron ayer en en la tribuna para defender un cambio de la Constitución que, no siendo rigurosamente banal, tampoco era tan trascendental ni tan histórico como sugerían unas intervenciones en las que los portavoces vinieron a ponerse unos intensos, otros estupendos y casi todos un poco cursis.