Estado, Dinero y Costumbres: he aquí los tres focos de poder de nuestro tiempo. En realidad, de todos los tiempos, aunque en el transcurso de los siglos ha ido oscilando la cuota de poder que detenta cada uno de esos centros regidores de la vida tanto social como individual. En un pasado todavía no muy lejano las Costumbres -entonces dictadas y fiscalizadas por la Religión- eran el foco de poder al que no pocas veces el Estado y el Dinero tenían que plegarse o, en el mejor de los casos, pactar las condiciones y los límites del ejercicio de su cuota de poder en relación a ellas: las líneas rojas las trazaba la Religión, cuyo alcance y profundidad iban mucho más allá de cuanto pudieran decidir los clérigos encargados de administrarla. La Religión era la diosa regidora e inspiradora de las Costumbres, la institución que convertía a estas en un poder muchas veces omnímodo, dado que sus dominios iban mucho más allá de los muros del templo: su reinado se extendía hasta el último y más recóndito escondrijo del corazón de los hombres, de las mujeres, de los niños. La encarnación terrenal de la Religión eran las Costumbres.
Con la Ilustración, la Ciencia y sus revoluciones, el Estado le arrebató a la Religión gran parte de la inmensa cuota de poder detentada por ésta por la vía de ordenar durante siglos cómo debían creer, pensar, sentir y comportarse las personas: con la irrupción de la Modernidad sería Leviatán quien pasaría a inspirar, dictar y fiscalizar el nuevo régimen de las Costumbres. Dios dejó de ser Dios para ceder su puesto al Estado, que naturalmente se apresuró a comportarse como si fuera Dios, a veces como el Dios igualitarista y benévolo del Nuevo Testamento, pero muchas otras como el Dios jerárquico, vengativo y soberbio del Viejo Testamento. Hitler, Stalin, Mussolini y Franco eran profundamente veterotestamentarios, y lo eran aun sin saberlo; es más, lo eran aun creyendo ser todo lo contrario, como ocurría en el caso de Hitler, que se proclamaba rabiosamente ateo.
Durante todo el siglo XIX y como cuatro quintos del XX fue el Estado quien, además de dictar unas nuevas Costumbres, no necesariamente contrarias pero sí ajenas o indiferentes a la Religión, pintaba las líneas rojas que los otros dos poderes no podían traspasar: el Dinero se veía obligado a reprimir su inveterada inclinación a la Codicia y las Costumbres la suya de constreñir la Libertad individual de los hombres y no digamos de las mujeres. Estas últimas le salieron, por cierto, respondonas al Estado, que se fue viendo obligado a incorporar al catálogo general de Costumbres las enmiendas radicalmente antijerárquicas propuestas o exigidas por el feminismo.
Y del mismo modo que durante la Modernidad el Estado acabó ocupando los espacios de poder de la Religión por la vía de suplantar por otras las Costumbres que esta había ido dictando durante siglos, en los tiempos de hoy el Dinero ha hecho con el Estado la misma operación extractiva que él hizo con la Religión, de modo que quien hoy marca las líneas rojas es el Dinero, que otorga patente de corso a quien lo tiene en grandes cantidades. Hasta tal punto dicta el Dinero las Costumbres que rigen la conducta y las emociones de la gente que ha conseguido, por ejemplo, que los pobres crean que bajar los impuestos a los ricos es una gran cosa para quienes ni lo son ni lo serán nunca. Si la mejor jugada del Diablo fue hacer creer a la gente que no existía, la mejor jugada del Dinero durante los últimos 50 años ha sido hacerle creer en su inocencia, en su sana predisposición a promover la industria y el empleo, cuando en realidad el grueso de sus energías se centra hoy en incrementarse a sí mismo operando en el Gran Casino de las Finanzas Internacionales.
Pareciera que estamos en una era posideológica. No es exactamente así: lo que sucede es que el Dinero ha fagocitado a la Ideología. Él es la Ideología. Un ejemplo: históricamente, las cadenas o los grupos mediáticos solían tener una ideología; ahora pueden tenerlas todas: una emisora de derechas y una de izquierdas conviven amigablemente en el mismo grupo y con los mismos propietarios. La cuenta de resultados ha hecho irrelevante a la política. Es más: una misma cadena puede tener ¡¡¡una determinada ideología por la mañana y su contraria por la tarde!!!
En el Occidente cristiano el Dinero, cuya vocación monopolista parece innegable, le ha arrebatado al Estado buena parte de su cuota de poder, le ha recortado drásticamente su margen de maniobra sin que, al mismo tiempo, le hayan dolido prendas para acudir a él en busca de socorro cuando sus excesos financieros llevaron a la ruina a los -siempre codiciosos- bancos de medio mundo. La crisis de 2008 nos enseñó hasta qué punto, cuando no está debidamente maniatado por Leviatán, el Dinero es capaz de provocar la quiebra de las industrias, la insolvencia de las familias y hasta el desvalijamiento del mismísimo Leviatán.
Cuando el Estado, llámese nacional o llámese Unión Europea, se enfrenta al Dinero, llámese Apple o llámese X, no suele salir victorioso. O en el mejor de los casos sus victorias son pírricas. Son las grandes corporaciones mundiales las que pintan las líneas rojas que hoy el Estado no puede pisar: son ellas las que diseñan y fabrican teléfonos móviles desde los que cualquier niño puede acceder a pornografía dura sin cortapisa alguna: al Estado no le gusta, pero no tiene el poder suficiente para poner límites a una tecnología que es la encarnación misma del Dinero, de la Mercantilización, del Consumo.