Uno. La hora de los bárbaros
Los partidos, al considerar insignificantes y perfectamente disculpables sus corrupciones pero gravísimas e imperdonables las de los otros se ganan a pulso la reputación de cínicos, de mentirosos, de hipócritas: esa mezcla socialmente consentida pero moralmente repugnante de mentira, hipocresía y cinismo allana el camino para la irrupción de bárbaros como Putin, Trump o Netanyahu, tipos que comparten con los políticos tradicionales la práctica generalizada de la mentira y el cinismo, pero no de la hipocresía, identificada por el clásico como el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
Los bárbaros no disimulan; mienten pero no les importa ni les preocupa que todo el mundo lo note; son cínicos pero no se avergüenzan de serlo, sino que más bien presumen de tan hedionda condición. En los Putin, los Trump o los Netanyahu la desvergüenza suma, no resta: he ahí el escándalo de nuestro tiempo. Ser un chulo, un golpista, un avaro, un putero, un mentiroso no quita votos sino que los da; ser un sátrapa, un colonialista, un corrupto, un criminal de guerra no te desacredita entre tus nacionales, sino que más bien te glorifica, pero siempre, eso sí, que ganes las guerras -injustas guerras- que has emprendido.
Los suyos interpretan esa desvergüenza como un acto de franqueza y coraje: aman que sus líderes se atrevan a hacer cosas que los demás, todos unos cobardes, querrían también hacer pero no se atreven porque temen al qué dirán, a la ley, a la comunidad internacional… Con los Trump, los Putin y los Netanyahu regresa el cine malo de buenos y malos aplaudido a rabiar por millones de rusos, de norteamericanos, de judíos, de europeos… A ese público no le importa nada que la película sea buena o mala: solo quieren que sus héroes salgan victoriosos, aunque sea haciendo trampas, o mejor aún: para ese público, las trampas de sus héroes son un timbre de gloria.
Dos. El dilema de las dos éticas
El futuro de la izquierda está en operar con estándares de conducta diametralmente contrarios a los de los bárbaros y, en todo caso, más refinados y menos utilitaristas que los de la derecha. El futuro de la izquierda está en el imperativo categórico, está en poner la santidad por encima de la utilidad, está en ser mejor que la derecha, lo cual la obligaría exigirse a sí misma una conducta de más amplias miras. La ética de la responsabilidad de Weber ha devorado a la ética de la convicción de Kant y ha arrastrado con ella a las izquierdas, cuya razón de ser siempre fue precisamente la ética kantiana.
Al mostrarse tan escandalosamente sectarios y parciales en su evaluación de los pecados propios y los pecados ajenos o de los logros propios y los logros ajenos, los partidos -también los de izquierdas- pierden el respeto de la gente. Para la derecha eso no es necesariamente una desgracia, pues a fin de cuentas los bárbaros que están heredando el negocio de la democracia son de los suyos, carne de su carne y sangre de su sangre. Para la izquierda, esa pérdida del respeto ciudadano es letal, sobre todo si la doblez que practica no se ve compensada por éxitos prácticos indiscutibles: una izquierda éticamente poco rigurosa pero que hubiera dado soluciones al problema, pongamos por caso, de la vivienda, quizá podría sobrevivir al desapego emocional de sus seguidores.
Tres. Los desastres de la guerra
La política es la guerra y los cargos a repartir cuando un partido llega al poder son el botín logrado en la batalla. Hay muchos puestos que no deberían ser de designación política, pero ningún partido, tampoco ninguno de la izquierda, está dispuesto a renunciar a una parte de ese botín que los más fieros y los más fieles de sus combatientes esperan recibir los servicios prestados durante la contienda.
Para la política, la guerra es su ley, su espejo, su modelo. La izquierda no debe intentar que deje de serlo, pues es tarea imposible, pero sí puede recuperar leyes, códigos y costumbres que hagan la guerra un poco menos guerra: no es lo mismo una contienda donde los crímenes de guerra están permitidos que otra en que los Milosevic y los Netanyahu son perseguidos; no es lo mismo una guerra donde esté reglado el digno trato que debe darse a los prisioneros que una donde está permitido, y premiado, humillarlos; no es lo mismo una guerra donde todo el botín se reparte entre los vencedores que una donde parte de ese botín se destina a apuntalar la imparcialidad y eficiencia de los aparatos del Estado. El gran dilema político y moral de la izquierda del futuro tal vez sea decidir si quiere ser poderosa por ser santa o, por el contrario, ser santa por ser poderosa.