Me detuve hoy en los versos de un libro: «El futuro es un faro de puertas automáticas / donde el oráculo cambió de latitudes».
Los leí varias veces, decenas de veces.
Después cerré el libro y guardé silencio, porque todo ha quedado escrito, todo ha quedado dicho.
Salvador García Ramírez, el poeta más premiado de nuestra tierra, no deja el más ínfimo atisbo de duda cuando, un buen día, decide llamar a las cosas por su nombre, aunque, él mismo diga en estas páginas que «nadie llama a las cosas por su nombre». Él sí lo hace. En un oficio afinado que marca un compás tan propio que diría que el poeta sabe tanto —o más— de música que de poesía.
No es la primera vez que navego en el mar poético del autor, pero siempre es la primera cuando naufrago en sus letras. Esa sensación nueva, aunque de poso viejo, como si siempre hubiera estado ahí pero, a la vez, recién descubierta.
Y lo ha vuelto a hacer.
Enseguida el legado es un libro de poemas arraigado a la memoria: nos conduce a Grecia y a sus islas, pero también nos clava la nostalgia de todo aquello que se marcha y nunca más va a volver. La mirada se pierde entre columnas y pórticos; a lo lejos se yergue, poderosa, Atenas, bañada por el Egeo. Hydra se convierte en parada necesaria para un incansable viajero que decide dibujar el paisaje con el pincel fino de la poesía.
Salvador se llama a sí mismo «errante» en este libro y nos hace partícipes de su trayectoria. Generoso en su lírica, acerca la historia de la antigua Hélade a través de un caleidoscopio mágico que mezcla geografía, cultura, arte y literatura. En este libro cohabitan el viejo, el lobo y el mar; también el maestro. Cronos se asoma ya envejecido y sabio, quizá comprendiendo que Kairós siempre supo de más, aunque nunca contestara.
No es difícil rendirse ante la belleza extraordinaria de esta obra. El autor, oriundo de Rus, hace un uso impecable y abundante del lenguaje.
Enseguida el legado se revela, para mí, como una obra de plena madurez. García Ramírez establece un diálogo profundo con la tradición helénica, pero evita el gesto puramente erudito: la Grecia que recorre es un territorio simbólico, un escenario donde interrogar la memoria personal y colectiva. El viaje, físico y espiritual a la vez, deja ver a un poeta que ha encontrado un equilibrio singular entre la imagen luminosa y la reflexión dolorosamente humana. Su palabra, transparente y alta, rehúye la artificiosidad sin renunciar a la intensidad lírica. Hay en el libro una tensión conmovedora entre lo que permanece y lo que se desvanece, entre la grandeza del pasado y la fragilidad del instante. Esa tensión lo convierte en un objeto vivo, en un recordatorio de que la poesía todavía puede revelarnos algo esencial. Salvador logra que lo remoto nos resulte cercano y que lo cotidiano alcance una dimensión casi mítica, demostrando que la poesía, cuando nace de una mirada verdadera, es un mapa donde convergen todos los tiempos y todos los nombres.
Me detuve al volver la esquina de un poeta.