Ayer no sabía de qué iba a escribir. Tal y como suena, no tenía nada decidido, por lo que no pude sentarme ante el ordenador como suelo hacer normalmente. Pero es que aún ahora, cuando ya he empezado, no sé muy bien qué voy a contarles. Esto suele pasar de vez en cuando y lo habrán leído miles de veces: el momento en el que uno se encuentra ante la pantalla en blanco, esperando a que llegue la inspiración divina mientras, por ejemplo, da sorbos a una taza de café, como es mi caso. Sin embargo, parece que hoy la inspiración no llega.
Y es en ese momento cuando suelo recriminarme: “¿por qué no lo has pensado antes? ¿Por qué no has planificado un tema con tiempo, aprovechando algún rato libre? ¿Por qué lo he dejado para el último momento?” Toda una serie de reproches mentales, destinados a mortificarme ya que muchos de ellos son falsos. Normalmente siempre he pensado algo, aunque al final lo haya desechado porque me parecía un tema intrascendente, repetido o simplemente que no me terminaba de convencer, ... Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones la principal objeción que acaba provocando el descarte es que me resultan textos demasiado ordenados, excesivamente estructurados, a los que le he dado vueltas durante días hasta que son “muy correctos” pero, al mismo tiempo, y quizás por eso mismo, son aburridos, grises, que ni me dicen nada ni los disfruto.
Al final, lo que parezco estar esperando en días como hoy es que surja una idea espontánea, relacionada con algo que me haya ocurrido durante esa semana, una inquietud o una anécdota que haya conocido y de la que pueda extraer algún aprendizaje o que sea fruto de alguna conversación interesante. Es decir, escribir un texto sin tenerlo estructurado en mi mente, sin haberle dado demasiadas vueltas, sin planificarlo; que haya fluido al sentarme ante la pantalla. El motivo de este deseo no puede ser otro que confiar en que ese texto que no esperaba se parezca lo menos posible a mí, que me satisfaga porque resulte tan espontáneo que me sorprenda a mí mismo y al que le termine dando un inmenso valor por alejarse de mi normal funcionamiento ordenado.
Siendo cierto que necesito el orden y el control para mi seguridad mental, es decir, para mi tranquilidad, con el tiempo he ido valorando lo opuesto, aquello que no poseo y me fascina. A pesar de dedicar tiempo y esfuerzo a planificar tareas y trabajo, reconozco también que acaba aburriéndome que todo termine siendo “correcto”, monótono, y me gustaría poder actuar improvisando, adaptándome a los imprevistos sobre la marcha, dejándome llevar por la intuición, sin plan, pero con las ideas claras. Quizás lo ideal sea encontrar el equilibrio, pero no me resulta fácil, ya que lo normal es que, ante la ausencia de planificación, lo espontáneo se me asemeje al caos, cayendo en una búsqueda del control que sólo conlleva uniformidad.
Una de nuestras contradicciones más destacadas es ese enfrentamiento entre lo que queremos ser, lo que se nos permite ser, condicionados por lo que nos rodea, y lo que realmente podemos llegar a ser, según nuestras capacidades. Esta lucha es el germen de la libertad y de la realización del ser humano. Fue el psicoanalista Erich Fromm quien, en “El miedo a la libertad”, consideró la espontaneidad como un elemento fundamental de la libertad positiva, una de nuestras cualidades más preciosas por indicar el camino a la realización auténtica, que huía de la libertad negativa representada por los automatismos y la ausencia del ser en sí mismo.
¿Cuántos no vivimos frustraciones por no dejar que afloren nuestros deseos o inquietudes, por no poder hacer lo que realmente queremos? Sea por miedo, incapacidad o ausencia de condiciones reales que lo permitan, nos cuesta encontrar un equilibrio entre lo que deseamos y lo que hacemos, entre nuestras aspiraciones y nuestra realidad. Quizás no siempre sea posible lograrlo, pero la cuestión radica en si somos nosotros mismos quienes lo impedimos, seguramente, y siguiendo a Fromm, por no conocernos, por no saber que somos contradictorios, inestables y conflictivos. Nuestro potencial no se desarrolla únicamente ante el mero deseo racional y objetivo, planificado, ya que somos seres, al mismo tiempo, intelectuales y emocionales, racionales e irracionales, y el equilibrio entre ambos aspectos lo representa la espontaneidad: esa idea que surge de la nada; una intuición o un deseo repentino. Lo espontáneo representa aquello de lo que somos capaces sin que lo sepamos, sin que lo controlemos o lo limitemos con normas, miedos, prejuicios, etc.
Somos espontáneos cuando somos nosotros mismos, sinceros. Eso no significa ser ni más originales ni más ingeniosos; no significa actuar de forma correcta ni incorrecta; ni de forma acertada o equivocada. La libertad positiva de la que hablaba Fromm es la omisión del juicio, de la tendencia al control externo o interno, por miedo al error o a la necesidad de seguir algún plan, algún objetivo preciso, lo que esperamos o lo que se espera de nosotros. Somos libres porque somos espontáneos y escapamos a nuestro propio control o al de la sociedad.
Al mismo tiempo, la espontaneidad elimina la neurosis que nos mantiene permanentemente “conscientes” de nosotros mismos y de los que nos rodean, la que nos examina y nos controla, permitiéndonos de esta forma disfrutar “lo que hacemos” porque dejamos de estar pendientes de analizar “lo que hacemos” (¿les suena aquello de “éramos felices y no lo sabíamos”?). Los límites a la espontaneidad pueden ser propios o colectivos, sea la “neurosis controladora” fruto de nuestra racionalidad y nuestros miedos o de las reglas de control social (conscientes o no) que soportamos, al igual que la libertad individual no puede lograrse plenamente sin la libertad colectiva. Se podría decir que del conjunto de las actividades que realizamos, serán las más realizadoras aquellas que lleguen a ser menos controladas por el individuo y por la sociedad, por los límites individuales y por dominación colectiva y normativa.
Acostumbrados a hacer aquello que se supone que debemos hacer, rodeados de normas de control, limitaciones materiales y egos desmedidos que nos socavan, somos incapaces de vivir alguna de las libertades que nos ofrece la espontaneidad. Nos dejamos llevar y nos autolimitamos, hasta el punto de llegar a intentar planificar cómo llegar a ser espontáneos. Todo es manual y norma; coaching y doctrina. Pero se nos escapa hacer algo tan aparentemente sencillo como escucharnos a nosotros mismos, y a los que nos rodean, para llegar a ser capaces de cambiarnos y así transformar el mundo. No hace falta más para encontrar ese equilibrio.
No sé ustedes, pero yo necesito muy de vez en cuando escapar del férreo control al que me someto a diario. Me gustaría poder llegar a ser espontáneo sin tener que planteármelo, para poder disfrutar algo más, y pienso que esto debería llegar a ser una necesidad colectiva: conseguir ser espontáneos a nuestro pesar.
Mientras, me contento con haber escrito algo que me ha surgido de dentro, sin plan previo, sin valoración ni juicio. Es un paso.
Nos leemos la semana que viene.