Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Ética incómoda

La ética nos enseña cual es la moralidad humana, es decir, algo tan simple como qué está bien y qué está mal

Durante la última semana, la tragedia de las discotecas en Murcia ha ocupado horas y páginas, tanto en los medios de comunicación como en las tertulias mediáticas y callejeras a lo largo de toda España. Todos nos hemos sentido apesadumbrados por las imágenes y los mensajes de las víctimas e indignados por los errores y tropelías administrativas que hemos ido conociendo, y las que nos queden. Como suele ser habitual, la noticia, sus causas y sus consecuencias fueron dando paso progresivamente a un espectáculo nada edificante alrededor del sufrimiento humano, con informativos, programas y tertulias sobrepasando los más elementales límites éticos y deontológicos. Todos sabemos de lo que hablo porque solemos participar, aún pasivamente, del sensacionalismo alrededor de cada desgracia, repitiendo y exprimiendo cualquier atisbo de dolor en el prójimo y opinando, sin conocimientos suficientes, acerca de cualquier aspecto que creamos determinante sobre los motivos por los que ocurrió, cómo se podría haber evitado o qué castigo deberían soportar los responsables.

Pero en esta ocasión, en medio del habitual maremágnum, surgió una voz distinta, una reflexión desde dentro de los propios medios que cuestionó su papel e incluso su presencia en televisión. Ocurrió en el programa Espejo Público, donde el escritor y periodista murciano Juan Soto Ivars participaba como tertuliano mientras Susana Griso entrevistaba a la madre de uno de los desaparecidos. Tras la ristra de preguntas inútiles y sin sentido de la presentadora y las palabras llenas de sufrimiento de la madre, Soto Ivars dio la réplica al sensacionalismo en busca de audiencia y al ejército de "todólogos", que como el Maestro Liendre, de todo saben y de nada entienden, en dos minutos que les animo a ver.



Sus primeras palabras, y el lenguaje corporal que las acompañaba, mostraban dos evidencias que, aunque generalizadas, no todo el mundo expresa: no se trataba de un experto en ninguno de los asuntos que se debatían y se sentía especialmente incómodo con la exposición gratuita de dolor que se estaba haciendo. A continuación, Soto Ivars se hacía algunas preguntas muy pertinentes para evaluar el nivel ético de nuestro espacio público: ¿qué se le puede decir o preguntar a una madre en estas situaciones?; ¿qué se le ofrece al público ante sucesos dramáticos como éste?; ¿de qué sirven estas entrevistas y debates?; ¿qué aportan ante el dolor? ¿qué ha de hacerse en estas desgracias?; ... Y su conclusión, ante la que incluso se disculpó por lo que pudiera afectar al programa en el que participaba, es que posiblemente en esos momentos es preferible no decir nada; callarse y permitir que la gente sufra sin exposiciones innecesarias.

Puede que ustedes piensen que estos programas ayudan a las víctimas y a sus familias; que incluso facilitan que se aclaren determinadas responsabilidades y que cualquier contertulio conoce cómo funciona la televisión sensacionalista y puede no participar en ella. Y en parte es cierto. Pero hay otro aspecto de la intervención del murciano ante el que me pregunté, como me planteo siempre ante estos casos, por qué veía ese tipo de entrevistas si me sentía igual de incómodo que él. Llegué a una conclusión cierta pero que, de alguna manera, justifica este tipo de espectáculos: ¿no cambiarían nuestros medios si el público se sintiera incómodo y rechazara esos programas? Sí, porque disminuirian las audiencias y, por tanto, se suspendería. Pero, de la misma forma, si estos programas tienen audiencia se debe a que el público quiere verlos y no los hace sentir incómodo, siendo ésta la excusa perfecta para que se mantengan.

Esta lógica perversa, que se retroalimenta en base a los números y la rentabilidad, obvia una cuestión ética fundamental: la sensatez y la empatía no tienen que estar reñidas con las audiencias pero sí respaldan la responsabilidad profesional de quien se dedica a informar. El periodismo puede, y debe, ser de otra manera, a pesar de las dificultades que atraviesa, debidas a la mutación de las formas de comunicación y el acceso a la información que ofrecen las nuevas tecnologías. En tiempos de zozobra es cuando más deben respetarse los códigos deontológicos, para así separar la calidad periodística de la inmundicia. Pero esta disyuntiva fundamentalmente ética tampoco es exclusiva de los medios de comunicación. No se trata más que de un reflejo de un profundo problema social.

La ética nos enseña cual es la moralidad humana, es decir, algo tan simple como qué está bien y qué está mal, según la razón o las leyes naturales, por lo que es indispensable para que funcionemos como sociedad. La ética no necesita estar registrada ni escrita; debería ser un instinto natural que nos avisara de lo correcto o lo incorrecto de cada asunto cotidiano; que nos hiciera sentirnos incómodos ante algo que está mal. Si no sentimos esa incomodidad ante un hecho que evidentemente está mal, es que algo falla.

El problema, no sólo del periodismo sino de todos nosotros, es la pérdida moral que supone que, ante alguna cuestión que está mal porque así lo refleja la ética, se le añada un argumento que la justifica, la difumina, la banaliza, de manera que ya no está tan mal. Se pierde parte de la moral y se supedita a algún tipo de interés.

Pero en el fondo, todos sentimos esa incomodidad, porque diferenciamos el bien del mal: matar (a quien y cómo sea), robar, violar, humillar, corromper o corromperse, aprovecharse de lo ajeno (del esfuerzo pero también del sufrimiento), etc. Y podemos ponerla en práctica ante cualquier suceso. Sin embargo, poco a poco nos hemos ido acostumbrando a sentirnos cómodos ante determinados conflictos, a rehuir esas malas sensaciones, a utilizar lo políticamente correcto o la superioridad moral para evitar la duda, la crítica y el pensamiento. En definitiva, para no caer en el desasosiego que nos provoca la moral.

Esta comodidad nace de los deseos de beneficio personal, de evitar los conflictos de intereses y aumenta la permisividad con nosotros mismos, perdiendo por el camino la capacidad de disentir y reflexionar, la autocrítica y la coherencia y, sobre todo, la necesidad de anteponer el bienestar del conjunto de la sociedad.

Seguramente las palabras de Soto Ivars se hayan olvidado ya. Pero lo que no va a desaparecer es la incomodidad que todos, en algún momento, sentimos y que nos recuerda lo correcto y lo incorrecto, aunque no lo queramos reconocer. Por el bien de todos, por la propia conservación de la sociedad como la conocemos, mantengamos la capacidad de dudar e incomodarnos éticamente.