Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

El mejor truco del diablo

El capitalismo, quieran decirlo o no, sigue siendo el sistema económico y productivo que determina nuestras vidas, quienes somos y seremos

En "Sospechosos Habituales", película de culto de los años 90, un delincuente de poca monta incrimina ante la policía a un peligroso criminal del que todos hablan y al que todos temen, pero nadie conoce; una especie de leyenda urbana de la que la policía no tiene ningún dato. Para aumentar la trascendencia de este criminal, el personaje cita a Charles Baudelaire: "El mejor truco que inventó el diablo fue convencer al mundo de que no existía". De la misma forma, nuestro sistema económico, el capitalismo, se mantiene oculto entre mitos y lenguajes políticamente correctos, de forma que muchos serían capaces de negar su existencia, olvidando que la explotación laboral y la concentración de la riqueza en unas pocas manos siguen siendo los ejes centrales sobre los que giran nuestras vidas.

Entre los mitos actuales del capitalismo, el proceso de digitalización y la automatización juegan un papel protagonista. El impacto a todos los niveles que ambos procesos han tenido en los últimos años es algo evidente en nuestro día a día y nos hemos acostumbrado a que gran parte de nuestras actividades lo sean en la media en que están asociadas a las nuevas tecnologías: móviles, tablets, redes sociales, etc. forman parte de lo cotidiano. Todos somos conscientes de sus ventajas, y también de sus inconvenientes, y a pesar de ello las hemos incorporado con normalidad.



Pero donde quizás tenemos más dificultades en encontrar esa normalización es en el ámbito laboral y profesional. Son evidentes las aportaciones positivas de la digitalización al mundo del trabajo, de la producción y de la distribución, por no hablar del comercio y los servicios. Pero, de la misma forma, no cabe duda de que este proceso ha producido, y va a seguir produciendo, la existencia de perdedores en determinados sectores profesionales y sociales, siendo más mayoritarios de lo que pensamos. Nos es difícil apreciar el tamaño de la derrota que podemos sufrir porque estos mitos actúan sobre nuestra conciencia colectiva, difuminando su alcance: nos llevan a imaginar un mundo futuro donde el trabajo se ha separado de lo humano; un sueño radical en el que nuestras vidas se vuelven maravillosas al liberarse de la obligatoriedad del trabajo y su alienación. Y esa perspectiva fantástica se enfrenta a nuestra realidad laboral, la de la inmensa mayoría, que se mueve entre el estancamiento de las condiciones de vida y la alta intensificación de las condiciones laborales (exigencias, explotación, estrés, etc.) y la ausencia de empleo estable, bien remunerado y que corresponda con la cualificación. De ahí, la fascinación que despierta la integración de la tecnología en el trabajo, pero siempre con una mezcla de esperanza y angustia generada por cada avance en las tecnologías de la información y la comunicación, la robótica y la inteligencia artificial en el mundo del trabajo: ¿estamos ante la posibilidad de librarnos de la carga del trabajo o ante una enorme crisis social provocada por el desempleo masivo y la desigualdad?

La duda es trascendente ya que, no en vano, cada cierto tiempo las noticias sobre avances increíbles van acompañadas de informes que señalan que el trabajo humano tiende a desaparecer, a volverse inútil en los próximos años. De esta forma, el mito capitalista, que está pero parece que no está, nos prepara para la posibilidad de un horizonte de paro, miseria y precariedad para una mayoría de la población, lo que nos invita a aceptar cualquier condición o trabajo actual y nos alecciona sobre las salidas que tenemos, como si dependieran exclusivamente de nosotros, reproduciendo el individualismo y el "sálvese quien pueda" propio del sistema, reforzándolo y, a la vez, convirtiéndolo en algo natural, a lo que no podemos negarnos: nos convence de que no existe.

Así, se han convertido en habituales los llamamientos de muchos dirigentes políticos, empresariales y culturales a la necesidad de adaptarnos y formarnos para poder triunfar en este mundo digitalizado: las empresas, los comerciantes, los trabajadores, los parados,... Todos debemos estar al día, ser atrevidos y emprendedores, ser competitivos y adaptarnos a cualquier cambio para no formar parte del grupo de los perdedores. Sólo de esta forma tendremos futuro en este mundo cambiante. Sin embargo, nuestro cerebro almacena otra posibilidad en la que, pese a que consiguiéramos cumplir esos estándares, nuestro destino podría ser otro. Lo vimos crudamente durante la crisis de 2008, cuando nos contaron la siguiente historia: nos convencieron de que vivíamos demasiado bien, nos habíamos acostumbrado a un estado del bienestar exagerado y además seguíamos queriendo sueldos altos. Esa exigencia resultaba imposible en un contexto en el que competíamos con la mano de obra de países menos desarrollados, que era muchísimo más barata. Por tanto, nos vendieron que sólo había un camino: que los salarios fuesen mucho más bajos para ser competitivos, abaratar costes y así lograr exportar más. Esta devaluación salarial era la panacea económica y un avance de modernidad que nos iba a sacar de la crisis pero, como fuimos comprobando poco a poco, no fue ninguna salida, al menos no para la mayoría. Ahora, la situación se repite con el futuro digital, por lo que ante las evidentes incertidumbres laborales que acompañan a la digitalización, y los cambios en la producción por la introducción del big data y la robotización, escuchamos a esos "optimistas" tecnológicos que nos intentan tranquilizar con el argumento de que, igual que en revoluciones tecnológicas anteriores, vamos a salir con más y mejores trabajos, más consumo y más riqueza.

Pero, la verdad es que la historia nos hace ver que existen otras posibilidades, nada alentadoras. Dos ejemplos. Primero: esta semana, la direccion de la planta de VW Navarra ha sugerido la posibilidad de una reducción de plantilla de 400 personas en 2024, ya que para la producción de coches eléctricos necesitan la mitad de trabajadores que para las mismas unidades de motor de combustión. Y, además, van a producir menos unidades en los próximos años. Segundo: en Inglaterra, algunas empresas de lavados de coches, que se habían reconvertido años atrás con la adquisición de máquinas para que realizasen el trabajo, están últimamente contratando trabajadores para que vuelvan a lavar a mano, ya que la reducción de los costes laborales por debajo de los costes tecnológicos hace que ahora les resulta más barato tener trabajadores. Estos ejemplos, que pueden parecer una anécdota, son otras posibilidades detrás de los llamamientos a ese futuro tan prometedor supuestamente a nuestro alcance.

El capitalismo, quieran decirlo o no, sigue siendo el sistema económico y productivo que determina nuestras vidas, quienes somos y seremos, y se basa en la maximización de beneficios por encima de cualquier otra cosa, de ahí que nuestro papel, el de una ciudad pequeña como Jaén, por ejemplo, en la progresiva digitalización de esta economía globalizada, puede ser sólo aportar más mano de obra barata y precarizada, que intente competir en salarios bajos, y comercios precarios que suministren productos a estos trabajadores. Esta opción puede resultar aparentemente moderna pero encierra la disyuntiva de que nuestro futuro sea, si queremos conservar el empleo o nuestro negocio, ser más baratos que los robots. Y eso implica no sólo cobrar poco, sino trabajar muchas más horas. Y si, con suerte, el futuro es más optimista, la precarización y el grado de explotación que soportaremos, serán la condena de una generación entera, y las que vengan por detrás, a la precarización de su trabajo, y por tanto de sus vidas, con lo que esto conlleva para el resto de nuestra sociedad.

Por todo ello, el mejor truco que inventó el diablo capitalista fue convencernos de que no existe; de que es natural e inevitable; de que la modernidad y el sano individualismo son el reflejo de esta época de continua aceleración. Mientras, la realidad es que nos están lanzando a competir por los escasos puestos de trabajo seguros que permiten. Y eso implica dejar a mucha gente fuera, supuestamente caducadas y que no sirven. En esas condiciones, poco futuro tendremos, aunque seguro que unos cuantos se harán bastante más ricos.