Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Parásitos

Si el sector privado (sanidad, educación) necesita que el servicio público se debilite para ser competitivo o rentable, entonces no está aportando valor añadido

En España, en general, y en Andalucía, en concreto, llevamos décadas hablando de colaboración público-privada en sectores esenciales como sanidad y educación. Nos hemos acostumbrado y nadie lo discute. Suena bien. Suena moderno. Pero bajo esa etiqueta amable se esconde una realidad mucho menos noble: una privatización progresiva y encubierta de unos servicios esenciales para todos y que, lejos de aportar valor, solo se sostiene debilitando lo público y parasitando el presupuesto común. Una contradicción que apenas se debate con claridad, pero que afecta a millones de andaluces cada día.

Porque seamos claros: si un colegio concertado o una clínica privada necesita financiación pública para ser rentable, no estamos hablando de libre mercado, de competencia ni de eficiencia. Estamos hablando de subsidio. Y no uno cualquiera: uno que se mantiene a costa del deterioro de los servicios públicos, que deberían ser universales, gratuitos y de calidad. Es una paguita; una mamandurria, como dicen algunos “liberales”, con toda la razón en este caso. Se trata de empresas parásitas que, aunque en teoría son privadas y deberían ser capaz de sostenerse con sus propios ingresos, en la práctica, tanto en sanidad como en educación, reciben una parte significativa de su financiación a través de contratos, conciertos o subvenciones públicas.



¿Por qué pasa esto? Sus defensores, o propiciadores, suelen decirnos que se trata de cubrir las necesidades del sistema público, de conseguir servicios más eficientes o flexibles, o de la famosa “libertad de elección” de aquellos conciertos educativos que permiten a las familias elegir modelo educativo, generalmente religioso, sin tener que pagar el coste total de un centro privado. Pero la realidad, la que conocemos, es que se ha tratado siempre de una privatización encubierta, que necesita del deterioro del sistema público para justificar la dependencia estructural de unas empresas que no pueden catalogarse de privadas, al menos en su financiación, ya que a la hora de repartir beneficios sí que son privadas, ¿verdad? Si el Estado o la Junta quieren potenciar a estas empresas privadas, puedes que lo hagan de verdad, sin mentiras y sin un duro. Pero si lo privado depende tanto del dinero público, ¿no debería entonces estar sujeto a más control y regulación? ¿No deberíamos tomar decisiones sobre su funcionamiento? Aunque, entonces, se mostraría su contradicción más evidente. Y es que si asumimos que este sector privado no puede ser realmente autónomo; si, como ocurre ahora, parte de su supervivencia depende en gran medida del dinero público, ¿no sería más lógico y justo invertir directamente en lo público y dejar que lo privado siga su propia dinámica en justa competencia?

Todo esto no es una opinión: es lo que revelan los datos. Andalucía es una de las comunidades autónomas que más ha externalizado servicios sanitarios y educativos en los últimos años. Cuando la Junta de Andalucía nos dice que los presupuestos públicos aumentan año tras año en educación y sanidad, los informes muestran que ese aumento es sólo en las partidas destinadas a conciertos educativos y sanitarios, mientras hospitales públicos como el Virgen del Rocío, el Clínico de Málaga o el Juan Ramón Jiménez de Huelva tienen menos presupuesto y soportan una presión cada vez mayor. En educación, la escuela pública pierde unidades mientras se blindan conciertos incluso en zonas sin demanda real.

Durante años nos han vendido que lo privado es más eficaz, más ágil, más moderno. Pero la realidad es que muchas de estas entidades privadas solo pueden funcionar si reciben dinero del Estado y de la Junta de Andalucía. Y lo reciben. A manos llenas. Mientras tanto, la escuela y la sanidad públicas se ven asfixiadas por recortes, por falta de inversión, por políticas que las empujan al colapso. ¿Casualidad? Difícil de creer.

Si el sector privado necesita que el servicio público se debilite para ser competitivo o rentable, entonces no está aportando valor añadido, sino que está sustituyendo al Estado con ánimo de lucro. En una economía de mercado, se supone que lo privado compite en condiciones libres, no que se beneficie de fondos públicos mientras mina al sistema que los proporciona. Además, si el deterioro del servicio público es una condición estructural para que las opciones privadas crezcan (por ejemplo, hospitales públicos con listas de espera interminables que “obligan” a ir a lo privado, o centros educativos públicos con menos recursos que los concertados), entonces no hablamos de colaboración, sino de canibalización del sistema. Y, si ya existe un sistema público universal y de calidad, ¿por qué habría que subvencionar alternativas privadas?

Esto no tiene nada que ver con la eficiencia ni con la libertad individual. Es una transferencia sistemática de recursos públicos a intereses privados. Y lo más grave: solo puede sostenerse si el sistema público se debilita. Es decir, el modelo privatizador necesita que lo público funcione mal para ser rentable. Un modelo que contradice no solo los principios de equidad, sino también los del liberalismo económico más básico, que defiende que lo privado debe sostenerse con sus propios ingresos, no con subvenciones. Va en contra de ese modelo que tanto invocan algunos defensores del sector privado mientras no se les cae la cara de vergüenza. Habría que pedirles a Esperanza Aguirre, a Ayuso, a Moreno Bonilla, a Susana Díaz y a tantos y tantos que, al igual que hacen con otros sectores económicos, como el cine o la cultura, la agricultura o el deporte, hagan con la educación y la sanidad: “Ya está bien de paguitas para Quirón, Asisa, Viamed, Vithas, etc. ¿Cuándo vamos a dejar de mantener a tanto colegio concertado que sobrevive como parásito de lo público?”. Porque funcionan igual: sólo se mantienen y obtienen beneficios gracias a las subvenciones públicas y al dinero que les damos todos. Costeamos entre todos un sector que sería una ruina si no fuera porque hacen negocio con lo púbico y, encima, permitimos que se repartan enormes beneficios y comisiones. Son parásitos que no tienen capacidad para sobrevivir por sí mismos, con sus clientes, su calidad y su capacidad de competir. No compiten: se benefician de lo público mientras lo debilitan, y encima exigen libertad de elección. Pero ¿qué libertad real hay cuando el sistema público se precariza para hacer viable el negocio privado?

Esa "libertad de elección" es un eslogan vacío cuando se construye sobre una desigualdad de base. Sólo el que puede pagar tiene opciones reales. Y lo que debería ser una decisión individual —llevar a tu hijo a un centro privado o ir a un especialista por lo privado— se convierte en una obligación encubierta ante el abandono de lo público. La lista de espera interminable, el centro sin recursos, el aula masificada. Y detrás, el mensaje implícito: “Si quieres algo mejor, págalo. Y si no puedes, espérate.” El concepto de “libre elección” pierde totalmente su legitimidad cuando esa elección está subsidiada con dinero de todos, pero los beneficios se privatizan. Es un modelo de falsa libertad, porque no hay igualdad de condiciones ni de acceso real: quien elige es quien ya tiene, y lo hace con el respaldo del presupuesto público. Eso no es libertad, es privilegio financiado.

Pero, yendo más allá, este sistema privado necesita aún más al público de lo que le gusta reconocer. ¿Por qué la educación y la sanidad privada son tan baratas en España? La respuesta es muy fácil: hay una oferta pública del servicio. Sí, al haber una oferta pública de servicio, los precios no pueden aumentar en exceso, ya que esa presión haría que muchos no eligieran acudir a la empresa privada para que le diera ese servicio. La competencia pública es la que hace que los precios no puedan ser más altos en determinada oferta privada. ¿Se podría mantener la oferta de una sanidad privada con cuotas cercanas a 50 euros mensuales si no hubiera el contrapeso de la sanidad pública? ¿Alguien cree que los centros educativos privados tendrían “alumnos” si no estuvieran concertados y no se cobrara una cuota mínima pero suficiente para segregar? Determinados servicios privadas sólo pueden mantenerse por la existencia de una competencia pública contra determinados entramados empresariales que los mantiene con precios asequibles mientras son subvencionados por nosotros. Un negocio redondo.

Este supuesto modelo mixto, la tan cacareada colaboración “público-privada”, solo tendría sentido cuando lo privado complementara lo público y le añadiera valor, no cuando lo reemplaza o lo socava. Si una entidad privada tiene una tecnología, una especialización o una capacidad que el sistema público no tiene o no puede asumir con eficiencia, puede haber colaboración. Pero eso debe ser la excepción, no la norma. En cambio, lo que se ha venido haciendo en muchos casos es externalizar servicios estructurales sin demostrar que eso mejora los resultados ni los costes, y a menudo con menos transparencia y menos control.

Esta deriva no es nueva, ni exclusiva del actual gobierno andaluz. En España fue el PSOE de González el que abrió la veda, especialmente en educación, ante la fuerza de las empresas religiosas. Después, el PP potenció el modelo, sobre todo en sanidad. En Andalucía vimos como Susana Díaz impulsó conciertos y externalizaciones, dando paso a un Juanma Moreno que se ha convertido en el liquidador de nuestra sanidad pública. Durante más de cuatro décadas, los grandes partidos han compartido esta lógica, aunque la hayan maquillado con distintos discursos. Y hoy, revertirlo es difícil. No solo por el poder económico que hay detrás, sino porque la idea de que “lo privado es mejor” se ha instalado en parte de la sociedad como una verdad indiscutible.

Un ejemplo clarificador: en Jaén, mientras PP y PSOE, Junta y Ayuntamiento, llevan décadas hablando de mejorar el servicio sanitario y prometiendo una ciudad sanitaria que no llega, ambos partidos, ambas administraciones, han ido dando pasos para que se abran nuevos hospitales privados con los que están concertando gran parte de los servicios, las citas de atención especializada y las intervenciones quirúrgicas, mientas se limitan a abrir dos centros de salud (2 en 40 años) públicos, sin aumentar la plantilla sanitaria. Es decir, más de lo mismo.

La privatización encubierta y progresiva ha sido una política de Estado, no de partido, impulsada con todas las administraciones públicas desde hace décadas. Y aunque mucha gente percibe que hay un deterioro en lo público, el relato dominante ha conseguido presentar esta deriva como “inevitable”, “eficiente” o “moderna”. Esto se ha conseguido desactivando el debate público, ya que nadie lo quiere plantear con claridad debido a su coste electoral. Criticar abiertamente los conciertos educativos o la externalización sanitaria suele generar una respuesta muy dura por parte de sectores con poder económico y mediático. Así que los partidos lo tratan como un tema técnico o presupuestario, no ideológico, cuando en realidad es profundamente político. Y a nivel económico, el entramado que se ha construido —con grandes empresas, fondos, aseguradoras, grupos educativos o sanitarios con décadas de beneficios públicos— es tan enorme que combatirlo conlleva enfrentarse a intereses consolidados, contratos blindados y un modelo que ya está integrado en la estructura del sistema. Los parásitos, el entramado de empresas deficientes y deficitarias y los comisionistas que viven de ellas, han colonizado nuestro sistema público; nuestros presupuestos; el dinero de todos nosotros.

Ahora estamos en una situación crítica y enfrentarla implica hablar con honestidad, no esconderse en eufemismos como “colaboración público-privada” cuando en realidad estamos ante una transferencia sistemática de recursos públicos al beneficio privado. También supone asumir el reto de modificar la narrativa: mucha gente ha normalizado que lo público es lento, ineficaz, colapsado, … y se ha instalado la idea de que lo privado es mejor “porque funciona”. Desmontar este planteamiento necesita una revalorización de lo común como proyecto colectivo, ya que lo habitual es que el discurso y la práctica política no suelan ir de la mano, sobre todo en este tema. Algunos partidos se presentan como defensores de lo público, pero a la hora de votar presupuestos, formar alianzas o negociar competencias, acaban cediendo o incluso perpetuando el mismo modelo que dicen cuestionar.

Es un doble juego bastante cínico: se recurre a lo público como bandera simbólica, mientras se consiente —o directamente se impulsa— su debilitamiento estructural. En ese sentido, el “consenso neoliberal” sigue más vivo que nunca, aunque se maquille con discursos progresistas. Y eso también genera un desgaste en la ciudadanía: cuando ves que ni siquiera los que se supone que te representan cumplen, crece el desencanto y se pierde la fe en la posibilidad de transformación real. Lo que es preocupante, porque la resignación también es aliada del status quo.

Los parásitos están consiguiendo que se instale una sensación de repliegue y pérdida de confianza en lo público muy palpable. No solo por el deterioro material (infraestructuras, plantillas, inversión…), sino también por una erosión simbólica: ya no se percibe lo público como algo nuestro, valioso, digno de ser defendido, sino como algo que “no funciona”, que está viejo, que molesta o se aguanta mientras se puede. Y eso es devastador, porque sin ese imaginario colectivo, sin esa idea de lo público como garante de derechos y de equidad, todo el terreno queda abonado para la lógica del “sálvese quien pueda” que alimenta el individualismo y la privatización.

Revertir este proceso es complejo políticamente y requiere tiempo, coherencia, pedagogía y valentía sostenida. Pero no todo está perdido. La salida no es imposible. Hace falta voluntad política real y una ciudadanía que respalde esa apuesta valiente. No basta con prometer más inversión: hay que reconstruir estructuras, dignificar a los profesionales, desprivatizar, y sobre todo recuperar la idea de que lo público es una conquista democrática, no un servicio de segunda. La salida no pasa por promesas abstractas ni grandes eslóganes, sino por acciones concretas. Recuperar la atención primaria, blindar la educación infantil pública, dignificar los cuidados, … Empezar por un sector, en un territorio, con un modelo claro. Demostrar que lo público puede ser eficaz, cercano y digno, si se apuesta de verdad por él; que recuperar lo público no solo es necesario, sino viable.

Porque lo público no es lo barato ni lo residual. Lo público es lo que garantiza la igualdad. Es lo que no excluye. Es lo que sostiene de verdad una sociedad justa. Es lo que asegura calidad y atención digna. Y hay que decirlo sin miedo: no podemos seguir aceptando ni permitirnos seguir financiando un modelo que solo se sostiene debilitando aquello que debería ser de todos y para todos, para que ganen, y mucho, unos pocos parásitos a nuestra costa y en nuestras narices.