Dos noticias de los últimos días me traían a la cabeza la manida reflexión sobre si nuestro trabajo ha de ser un medio para permitirnos una vida plena o un fin en sí mismo, que nos acerque a la realización como individuo: trabajar para vivir o vivir para trabajar.
Por un lado, se publicaban los resultados del primer estudio realizado en Reino Unido sobre la semana laboral de cuatro días, mostrando que "la gran mayoría de las empresas y los trabajadores que han participado en él pretenden continuar con la jornada laboral reducida por los enormes beneficios obtenidos, tanto para empresarios como para trabajadores." En resumen, el informe muestra como se ha reducido el agotamiento y el estrés entre los trabajadores, así como las bajas laborales y el absentismo, mientras que se reducían los costes y aumentaban los beneficios de las empresas.
Por otro, la primera empresa española que implantó esta medida, la jiennense Software DelSol, anunciaba que tras tres años no sólo ha aumentado la facturación y el número de trabajadores contratados sino que también ha reducido significativamente el absentismo laboral.
La idea sobre la que debemos reflexionar es si con un día menos de trabajo a la semana, o menos horas distribuidas durante varios días, y el mismo sueldo, los trabajadores van a estar más satisfechos, cumplirán mejor con su trabajo y las empresas ganarán lo mismo o más, ahorrando costes y reteniendo talento.
No se trata de una ensoñación ingenua. Evidentemente todos preferimos trabajar menos, menos tiempo y menos esfuerzo, pero el sentido común mayoritario nos hace creer de forma inmediata que se trata de un deseo imposible de llevar a la práctica: ¿quién va a pagar lo mismo por trabajar menos?; ¿cómo van a mantenerse los negocios?; ¿qué van a hacer los autónomos?; etc. Sin embargo, y teniendo amplitud de miras, se trata de los mismos impedimentos que se han ido planteando con cada cambio de nuestro modo de producir y de vivir. Imagínense cuáles serían las reacciones ante las primeras peticiones de una jornada de menos de 12 horas diarias manteniendo el mismo sueldo (la jornada de 40 horas semanales fue aprobada en 1919), las vacaciones y las bajas pagadas o los permisos del tipo que sean. Todos estos cambios fueron posibles porque se daban las condiciones productivas y organizativas para hacerlos, independientemente de lo que marcaba el sentido "no siempre tan" común.
En estos momentos, en los que es innegable que asistimos a una revolución laboral a causa de las nuevas tecnologías, es inevitable que se produzca una confrontación entre los tradicionales modos de vivir y trabajar y los que nos permite el actual desarrollo digital. Y, ante ello, la pregunta es si no ha llegado la hora de que la automatización beneficie también a los trabajadores. Hasta el momento, el proceso de incorporación de lo digital a la empresa no ha servido para mejorar nuestras vidas, si no para aumentar el desempleo y reducir los puestos de trabajo. Esta reducción efectiva del tiempo de trabajo se ha utilizado para maximizar los beneficios de las empresas, ya que la productividad de los trabajadores y de la maquinaria se ha multiplicado exponencialmente.
La reducción de jornada es un oportunidad para mejorar la vida de las personas, pensando en repartir mejor el trabajo y sabiendo que existen cosas más importantes que la productividad. Siendo sinceros, el modelo de la jornada laboral de ocho horas ignora unas cuantas realidades de nuestro día a día, que todos sufrimos. Ante la precarización del trabajo, los bajos salarios y los altos precios, nos es muy complicado compaginar las tareas del hogar, el cuidado de los nuestros (hijos, mayores, etc.) y nuestras propias necesidades personales con las largas jornadas laborales (y extralaborales; las que no se pagan pero se trabajan). Ante esto, es imprescindible facilitar una vida más plena, facilitando el cumplimiento de las responsabilidades de cada uno de nosotros, redistribuyendo el trabajo y los beneficios.
Se trata de un debate profundo, que implica un cambio en la forma de producir y de vivir. Cierto que existen algunos datos, en algunos estudios, que simplifican los problemas y distorsionan los resultados, porque no es igual la aplicación de la jornada de cuatro días en todos los sectores productivos, ni en todas las sociedades. Los problemas surgirán en muchos puestos de trabajo, especialmente en los menos cualificados, con necesidad de una reorganización completa. Pero tampoco se puede ignorar que los procesos de automatización del trabajo abren un abanico de posibilidades ante el que hay que solucionar una necesidad concreta y urgente de los trabajadores. Las empresas, por su parte, deben de adaptarse en sus modos de producción y aprovechar las posibilidades que ofrecen esta multiplicación de la productividad, la de los algoritmos y las máquinas, y las de unos trabajadores que maximizan su menor tiempo de trabajo, que mejoran su desempeño y gestionan mejor sus tareas. Porque son estas mismas empresas las que necesitan una población que trabaje mejor y también que disponga de más tiempo para consumir.
No se trata de un cambio legal si no de una transformación en la forma de vivir en sociedad y esto es siempre inevitable, por mucho que haya sectores empeñados en que nada cambie, seguramente para mantener sus propios beneficios. No se puede plantear el debate desde el "buenismo" o la ingenuidad pero tampoco desde la negación de lo evidente. La tecnología nos permite aprender una nueva forma de manejar y disfrutar nuestro tiempo. Empecemos a aprenderlo y a disfrutarlo todos.