Durante esta pandemia sociosanitaria me he sentido un idiota, en el sentido etimológico de la palabra (del griego ἰδιώτης), pues he acabado ocupándome de mis asuntos, de lo mío, lo privado, sin preocuparme tanto de lo público, ignorando y alejándome de lamentables comportamientos de tanto idiota. En este caso, me refiero a ese idiota en el sentido literal y actual de la palabra, es decir, el ignorante que no sólo no ha respetado ni cumplido ciertas normas básicas, sino que además las ha obviado y desafiado, con un talante insolidario y egoísta, creyéndose invulnerable y creyendo que lo público no es de nadie, sin consideración alguna por lo civil ni por el bien común. Unos días, me he sentido como Lev Mishkin, el idiota de Dostoievski, lleno de compasión e intentando comprender este mundo, pero siendo considerado un perfecto imbécil; otros días, como el idiota de Félix de Azúa, procurando dar orden y sentido a mi experiencia. Los demás días, disimulando bajo la mascarilla, he canturreado la canción de Los Ronaldos (“idioootaa, te lo digo a la cara, te lo digo a la cara”), pero en silencio, por no molestar al idiota en cuestión, demasiado idiota para comprender nada.
Escribe esto un profesor que además está cansado de este pandemónium educativo, sujeto al vaivén de las sucesivas olas, observando cada vez a más profesorado y alumnado navegando errante de aquí para allá, a ninguna parte o a cualquier otra parte. Me gusta pensar que los centros educativos hemos sido rompeolas o espigones que han contenido el salvaje envite de los contagios, manteniendo sana y a salvo a mucha gente; en ocasiones hemos sido puertos dónde han llegado náufragos desnortados tras haber sufrido la tempestad. Frente a las altas tasas de incidencia, los docentes hemos sido parte de la solución, nunca parte del problema, que hemos sufrido como los demás. Contra viento y marea, en muchos casos a contracorriente, hemos intentado concienciar y prevenir, protegiéndonos como podíamos. El tsunami Ómicron era previsible -de hecho, las previsiones se cumplieron- y, pese a avisar y denunciar la falta de medios y medidas (la prevención de riesgos laborales ha brillado por su ausencia una vez más), hemos aguantado el tipo, dando la cara.
Y, como en otras crisis, los docentes hemos estado ahí a cambio de casi nada, como idiotas, pues hemos ido sufriendo una pérdida progresiva de nuestro poder adquisitivo (estimada por APIA, según sueldos, aquí en Andalucía, entre 1600 a 2600 euros). Nuestros mandatarios (idiotas, sic) lo han aplicado de distintas formas sibilinas: o bien se nos congela el sueldo; o bien se nos detraen complementos en ciertas pagas extra (en concreto, en las de 2013 y 2014, aún no restituidos); o bien se nos aplica una subida muy inferior al IPC (este año 2021, según cálculos de APIA, un 4,7% menos), o bien no se nos equipara con docentes de otras comunidades (como si hubiera 1ª y 2ª categorías educativas). Los docentes no somos idiotas, ni etimológica ni literalmente, aunque nos tomen por idiotas. ¡Ya está bien! A la mayoría nos gusta nuestra profesión y la ejercemos con convencimiento, incluso resignación, pero desgraciadamente cada vez soportamos menos este trabajo, excesivamente burocratizado y sujeto a leyes ideologizadas –thought control– y cambiantes, que intentan maquillar los resultados, rebajando la exigencia y empobreciendo la educación y la cultura. No somos idiotas ni “another brick in the wall”.
Nacho García/Profesor de instituto
Tribuna"No somos idiotas"
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