Tribuna

Ignacio J. García García/Profesor de Instituto

La incierta mentira

El gran problema de nuestros días es que se miente y no pasa nada. Y además, miente cualquiera sobre cualquier asunto con claridad, con amabilidad incluso...

 La incierta mentira

Foto: EXTRA JAÉN

La incierta mentira.

El gran problema de nuestros días es que se miente y no pasa nada. Y además, miente cualquiera sobre cualquier asunto con claridad, con amabilidad incluso, con la tranquilidad de una casi total impunidad. Saramago califica estos tiempos como “época de la mentira”. También se habla de la “era de la posverdad”, en la cual una mentira a base de ser repetida acaba convirtiéndose en verdad. Fake news, publicidad engañosa, teorías conspiranoicas, pseudociencias, rumores sensacionalistas, falsas creencias, mentiras piadosas, verdades a medias, simples mentiras, falacias variadas, bulos, tramas de comisiones o sobornos y gente que lo niega todo, incluso la verdad. Y no pasa nada. Ya advertía Séneca que la mezquina mentira siempre se ayudaba de lo cierto para atacar a la verdad.

Es el signo de este periodo histórico, todo es relativo. Ya antes de la pandemia, luego durante la misma y ahora en plena sindemia parece que la sociedad consume más información falsa que verdadera, como si hubiese habido una viralización desinformativa consentida (se habla de “infodemia”) producto de la falta de autenticidad en las redes sociales y la influencia perniciosa de ciertos individuos (G. Steiner ya habló de esta «época de irreverencia»). Son tiempos de youtubers, influencers, perfiles falsos y criptoestafadores sin credibilidad ninguna, pero con una estela de seguidores, adictos a los clickbaits y víctimas de una malsana curiosidad, con consecuencias gravísimas.

Hoy más que nunca hace falta una Enseñanza de verdad, una Enseñanza comprometida con la verdad, sin dogmatismos, una enseñanza y un aprendizaje verdaderos, basados en la ciencia y en la transmisión del conocimiento, con metodologías contrastadas. El proceso de enseñanza-aprendizaje no puede estar sometido a continuas conjeturas y especulaciones, producto de sucesivos vaivenes legislativos que generan complejos laberintos burocráticos y, sobre todo, incertidumbre. Las leyes educativas no deberían ser el resultado de imposiciones políticas ni el objeto de trifulcas ideológicas, sino fruto de un debate integrador y un consenso amplio, con la participación del profesorado. No se entiende, por ejemplo, el progresivo ninguneo a los claustros que hace tiempo que no pueden ni elegir democráticamente a sus directivas, empoderadas por la Administración.



Dos virtudes relacionadas con la verdad, la honestidad y la integridad, son aún bastante comunes en la docencia, pero difíciles de adquirir, conservar y transmitir porque exigen constancia, coherencia y cierta ejemplaridad. Empiezan a generalizarse en cambio la impostura (o mero postureo) y la desfachatez (o mera caradura), el escaqueo de unos y la inacción de otros, por hartazgo, incomprensión o puro victimismo. Y es que muchos docentes ya no saben a qué atenerse con los derroteros que está tomando esta profesión, cada vez más alejada de su verdadero fin: la transmisión de saberes; cada vez con más situaciones límite e incomprensibles. Ante estas, algunos docentes se rinden y optan por la huida; otros, se arriesgan con el valiente enfrentamiento (temerario y proceloso); la mayoría, padecen un gran bloqueo, ese mecanismo ancestral de supervivencia, quizás el más sensato, disociando lo personal de lo profesional, lejos ya de lo vocacional, limitándose a sobrevivir cumpliendo su horario y cumplimentando sus obligaciones, algunos aún con ilusión, otros con resignación, la mayoría indignados, hastiados y hartos de tanta mentira.