Un grano (de arena) incómodo

Alberto Puig Higuera

¿Es evitable y previsible una inundación catastrófica?

La compleja gestión de los riesgos ambientales

Cuando sufrimos una catástrofe devastadora, llegado el momento de imponer y atribuir responsabilidades públicas y privadas, es muy importante deslindar previamente lo que era previsible/evitable, de lo que era imprevisible/inevitable. La emoción y el enfado no puede guiar esa tarea. Ni tampoco, por supuesto, la actual agitación política bipolar y simplista que nos imbuye.

Por tanto, hay que atenerse a un método que identifique, en la base de la tragedia, las ‘causas’, más o menos previsibles, y las ‘consecuencias’, más o menos evitables.

Ello exige a los gestores institucionales y a los auditores manejar, entre otros factores, información sobre tres variables: el territorio afectado (el espacio), el agente ambiental perturbador (la acción) y la posibilidad de ocurrencia (el tiempo).



Para ese fin hay que obtener vigorosas capas de conocimiento. La potencia tecnológica para ese fin, que es extraordinaria, permite que esas variables -espacio, acción, tiempo- se reflejen y expresen, visual y vívidamente, sobre modelos, cartografías, simuladores, visores, proyecciones y/o escenarios.
En definitiva, nos dotamos de potentes mapas donde, ante la posibilidad real de una catástrofe, podemos ver de forma anticipada los distintos niveles de riesgos y las distintas afecciones a personas y bienes, ya sean de un barrio, una ciudad, una comarca, una región.

Partiendo de esa ineludible y valiosísima información interdisciplinar, georreferenciada y estratégica, donde puede leerse el futuro, la Administración planifica y ordena el territorio, promueve acciones correctivas, y organiza toda una batería de medidas de protección.

Frente a la amenaza del agente destructor (terremoto, inundación, incendio, pandemia, erupción volcán, maremoto, fuga química, sequías, accidente nuclear, ataque biológico,…) se levanta un muro correctivo y preventivo: proyectos técnicos de actuación, simulacros, planes y protocolos de emergencia y de protección civil.

E incluso si no logramos evitar la llegada del agente perturbador, para resistir su embate y envite, se montan planes de defensa, dotados con medios humanos y mecánicos, logística y suministros, con coordinación y gobernanza multinivel.

Un ejemplo de buena práctica de la Administración Pública en la aplicación de este cuádruple sistema de protección ante una amenaza ambiental – planificación, corrección, prevención, defensa- es la lucha contra los incendios forestales.

Como la percepción generalizada del riesgo es alta, y los presupuestos de las administraciones no han descuidado esa eventualidad, España es desde hace décadas un referente mundial en prevención y extinción incendios forestales.

Por eso, lo ocurrido en Valencia, nos sume en la mayor de las consternaciones.

Y tratando de no caer en la tentación de hacer cómodos y superficiales exámenes retrospectivos sobre la tragedia, sí resulta increíble que, siendo tecnológicamente posible “ver el futuro de una inundación sobre el terreno”, los responsables técnicos y políticos con competencias urbanísticas y de ordenación del territorio de los Ayuntamientos, la Diputación y las Consejerías, no supieran, durante las últimas décadas, planificar algo más ordenadamente, y evaluar con más detalle los probables riesgos ligados a un crecimiento demográfico y urbano intenso y rápido en los espacios pertenecientes al sistema fluvial ramblas-huertas-albufera.

No se trata de sentenciar ahora, a toro pasado y de forma simplista, que fue un error permitir construir allí.

Pero sí de indicar, al menos, que el proceso urbanizador pudo hacerse de forma más cuidadosa, organizada, pausada, equilibrando los beneficios y minimizando los riesgos de un pasado reciente de “gotas frías” y reduciendo de paso otros impactos ambientales.

Conviene, también, preguntarse sobre la débil influencia directora de los organismos con competencias fluviales -la Confederación Hidrográfica- en la gestión de los cauces más estresados del entorno metropolitano de la ciudad de Valencia.

De todo, puede desprenderse, que la percepción generalizada del riesgo, tanto de la ciudadanía como de las instituciones y de las inversiones privadas, era real pero baja.

Esta sensación de riesgo menor está extendida, sin temor a errar, en la mayoría de los habitantes de las zonas inundables del país.

No es menos cierto que esa débil asunción del riesgo se superpone, en Valencia, a la extraordinaria complejidad de ese singular paisaje fisiográfico y humano que, como las ‘piezas de un Lego’, ha crecido ocupando el corazón de la tercera mayor conurbanización del país; gestionar institucionalmente esa dinámica realidad con miles de personas que viven y quieren vivir allí, no es nada fácil.

Ello puede apelar a nuestra benevolencia, pero no resta fuerza a una certeza: las decisiones técnico-políticas con efectos sobre el paisaje rural/natural/urbano de ese territorio no han tenido en cuenta las señales de peligro, por desbordamientos e inundaciones, que advertían los citados mapas de riesgos potenciales y mapas de afecciones potenciales.

Y aunque aceptemos que no se hubiera podido prever la mayúscula magnitud de la ‘causa’ en el preciso instante que ésta ocurrió -la sorpresiva y descomunal cantidad de agua concentrada justo en la cabecera de barrancos y ramblas-, sí que se hubiera minimizado, en buena parte, sus trágicas ‘consecuencias’, de haber existido en las últimas tres décadas, algo más de ordenación y planificación urbana sostenible, y algo más de corrección y prevención de riesgos ambientales.