Agenda constitucional

Gerardo Ruiz-Rico

La vergüenza de los obispos

El número de eclesiásticos involucrados en casos de pederastia es casi incontable

Imagino lo piensan miles de víctimas por los abusos cometidos durante décadas en la Iglesia Católica; observando cómo la jerarquía eclesiástica en este país intenta ocultar la vergüenza por tantos delitos cometidos contra niñas y niños indefensos.

         Resulta vergonzoso, en efecto, reconocer la actitud evasiva, si no cómplice en definitiva, de unos obispos que rechazan la investigación objetiva del defensor del Pueblo, o desmienten la que ellos mismos encargaron a un prestigioso despacho de abogados.



         El número de eclesiásticos involucrados en casos de pederastia es casi incontable; algo en principio inimaginable. Seguramente fue el miedo a quedar estigmatizados por una sociedad confesional y anclada en las tradiciones más rancias lo que impidió que todos estos “pecados” salieran antes a la luz. Creo que el riesgo de culpabilizar a las propias víctimas subsiste aún, dentro de esa parte de la ciudadanía que comulga con los valores y principios que sostiene la misma Iglesia que esconde sus miserias.

         Esconde su vergüenza una jerarquía religiosa que se niega a admitir, y a pagar, por las responsabilidades patrimoniales que genera tanto daño moral y psicológico, provocado de manera sistemática en unos menores, cuya existencia quedaría marcada en adelante por un trauma insuperable con el paso del tiempo.

El argumento que utilizan es realmente espurio, La exculpación no puede venir del hecho de que ese delito se cometa igualmente en la sociedad. Adulteran de este modo la verdad y sólo consiguen limpiar, sin conseguirlo, sus conciencias, complacientes hasta hace poco con el pecado de sus miembros.

No encuentro calificativo moral frente a la manera indecente en que se han ocultado por la Iglesia Católica unos abusos que arrojan tantas dudas sobre la honestidad de esta institución. Sobre todo cuando pretende no rendir cuentas ante sus propios feligreses y la comunidad en general, por los comportamientos de unos prelados que, por impulsos sexuales incalificables, doblegaron la voluntad de menores de edad que estaban a su cargo en instituciones educativas, o con los que tuvieron relación en el ejercicio de sus tareas eclesiales.

 

Los que cometieron estas faltas carecían de dignidad alguna al violar la que tenían los inocentes que se cruzaron en su camino. Pero asimismo es una forma de injusticia para las víctimas negar la evidencia de los crímenes, o intentar maquillarla, con alegatos absurdos que no pueden al final disculpar tantos abusos.

Como institución, la Iglesia Católica se enfrenta al reto de mirarse al espejo de una realidad que no admite disculpas ni excusas que nada tienen que ver con lo que transmiten los Evangelios. Esta no es la Iglesia que se merecen los fieles que confían todavía en la integridad moral de quienes predican los domingos en las parroquias o enseñan en los colegios de religiosos.

Me enseñaron hace mucho tiempo en uno de ellos que el perdón requiere, inexcusablemente, el dolor de los pecados y el propósito de enmienda, sin olvidar una penitencia que nuestros obispos al parecer no quieren cumplir.