No somos tontos ni ignorantes. Quizás lo crean, pero no deberíamos serlo ante la marea de informaciones falsas y mentiras sin piedad que nos regala a diario una parte de la clase política.
Hay que decirlo desde el principio, no todos los políticos son iguales; una afirmación tópica que se repite a pie de calle o en las habituales conversaciones de bar, y con la que se equipara, de forma indiscriminada y errónea, a todos los que ejercen la profesión más antigua desde que la humanidad salió de las cavernas.
Ciertamente hay quienes, con tal de llegar al poder, practican la falsedad y la difamación como sistemática y planificada estrategia electoral; y luego ya se verá, claro.
Insisto en algo que me parece esencial en una democracia, y que consiste en emplear razones y argumentos, en lugar de vísceras y pasiones que sólo conducen a una sociedad manipulada e irracional. Preciso además que los juicios de valor y la crítica al adversario deben estar siempre contrastados por la realidad de los hechos y el sentido común. Lo contrario no son sino posiciones ideológicas, cuando no sectarias y excluyentes, enmascaradas como propuestas de una verdad manipulada.
Reconozco que todo esto suena abstracto, pero se puede traducir al cristiano más sencillo. Presenciamos cotidianamente demasiadas mentiras y difamaciones en los partidos que quieren llegar al poder en las próximas elecciones.
No es necesario identificarlos porque se reconocen ellos mismos como profesionales de la ficción, como creadores de un mundo que –al menos el que suscribe- no puedo identificar por ningún lado. Porque desde una perspectiva racional mínima, no es cierto en absoluto esa realidad hiperbólica y ese país imaginario que describen en sus mensajes políticos. Me esfuerzo por verlo, o al menos por reconocer una parte de esa catástrofe que anuncian, en forma de infierno social-comunista que sufrimos los españoles; pero la verdad, no lo veo por ningún lado.
Es verdad igualmente que nadie puede ponerse medallas; tampoco los que han disfrutado del bastón de mando muchas veces, gobernando con demasiadas ilusiones perdidas en el camino. La ciudadanía tiene derecho a quitarles la confianza otorgada cuando no han sido capaces de hacer realidad sus esperanzas. Pero no tiene sentido hacerlo únicamente con las adulteradas razones que apelan únicamente a la antipatía personalizada en ese líder al que muchos de los seguidores de la infamia llaman “perro”, con el apellido probablemente más común de este país.
Es una forma de hacer política que responde a la vieja, y antidemocrática filosofía, de que el fin justifica los medios. En suma, si de verdad no somos tontos, no podemos aceptar que nos traten como tales.