“Una queja que viene, no de la ruina”
Estos días atrás mis ojos han vagado por la pantalla con el alma quebrada, viendo la marcha errabunda de cuerpos llenos de barro y rostros abstraídos, descompuestos de dolor y demacrados por el miedo o el cansancio. Apesadumbrado aún por la tragedia de la que he sido consciente por el contacto estrecho con un amigo valenciano que me transmitía la desolación ante la devastación, también he sentido la emoción gracias a la solidaridad de gente que voluntaria y desinteresadamente ha ayudado, consolado o acompañado a los demás. No ha faltado la sensación de impotencia de no poder colaborar más allá de mis posibilidades, donando dinero aquí y allá, quizás para acallar mi conciencia. Tampoco ha faltado el sentimiento de rabia ante las putrefactas actitudes de quienes querían sacar rédito político y, para mí, han perdido todo el crédito y la credibilidad que tenían, si es que alguna vez tuvieron alguna. Alimañas.
Sin duda, me ha impresionado el número de fallecidos y de desaparecidos, ese no hay remedio, ese acabamiento súbito e inesperado, incomprensible. Me impresionaron las palabras de un profesor universitario de Filosofía sobre la incertidumbre y la necesidad del ser humano de controlar su entorno, de despejar cualquier atisbo de duda, algo imposible cuando la naturaleza se torna incontrolable. La sensación de fragilidad ante lo descomunal es brutal y la desconfianza algo terrible porque paraliza, uno se siente atrapado en la inmensidad, desnortado.
En las últimas décadas, en lo que va de siglo y al final del anterior, de la atávica incertidumbre se ha pasado al cuestionamiento sistemático de todo y de ahí al negacionismo. Negacionismo fiscal (los impuestos no sirven para nada); negacionismo histórico (no hubo holocausto, es un invento); negacionismo sanitario (la pandemia no existió, las vacunas son veneno) o negacionismo científico (la tierra es plana, el cambio climático no está sucediendo). Se está llegando a un punto extremo, a la negación de las evidencias. Es entonces, es ahora, cuando surgen teorías conspiranoicas y paranoicas que, unidas a la desinformación y la falta de formación, están provocando estragos en la sociedad. Trumpismo y putinismo. Neopopulismos a izquierda y derecha. Incultura a ultranza, insultocracia. Ni ciencia ni conciencia.
En esta reciente tragedia, como en otras anteriores, ha vuelto suceder. Junto a la mejor versión del ser humano, empático y compasivo, gente de luz y esperanza que alumbra nuestras vidas, encontramos a esos seres apátridas de la razón, con un corazón de piedra y un puño de hierro, dispuestos a machacar a cuantos les rodean. Son seres que bajo su disfraz de personas normales esconden a un monstruo, a un lobo con piel de cordero. Han sido muchos los comportamientos execrables y muchas las actitudes deleznables de esa turba de ignorantes ensoberbecidos. La búsqueda de culpables no cesa, cuando lo único que importan son las víctimas, esa gente ingenua por desconocimiento que ahora se torna desvalida.
Tragedia tras tragedia: terremotos, volcanes, incendios, tsunamis. La Naturaleza no da tregua. Guerra tras guerra: Ucrania, Gaza, Sudán. El ser humano tampoco da tregua, sigue erre que erre, tropezando en la misma piedra, esclavo de sus errores y víctima del odio. Parafraseando el verso de Cernuda, la queja no viene de la ruina, sino de lo ruin del ser humano. No hay palabras que consuelen, sólo gestos sinceros, latido a latido. Estas palabras que intentan comprender o instar a la reflexión son sólo palabras. En el fondo no dicen nada nuevo, no aportan nada diferente a lo ya dicho por otros; por tanto no son nada, no sirven para nada. Quizás sólo sean como aquellas palabras, palabras, palabras que Hamlet declamaba para soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna y luchar contra las adversidades y el sinsentido de la vida.