Cuando ya las imágenes atoran nuestra limitada memoria y las palabras no explican ni tan siquiera consuelan, la mente se disgrega por los mil recovecos del cerebro o se disemina por los resquicios de la consciencia. Hay quien vive cómodamente en el pensamiento disperso, evocando de manera anárquica recuerdos que fluyen indómitos y dejándose arrastrar por una marea de sensaciones. Hay quien no se afana en comprender ni pretende vislumbrar más allá del hoy o del ahora. Hay quien disfruta de la nada o de todo a la vez, a cada instante, imbuido de un carácter cerril y asilvestrado. Hay quien sueña despierto de manera descontrolada, mezclando realidad y ficción en un cóctel irracional. Hay gente cuya mente es un cuadro cubista o un puzzle a medio hacer, con mil piezas desperdigadas dentro de un marco surrealista. Claro que sí. No todo el mundo se rige por las mismas reglas o normas inequívocas, ni se ajusta a los cánones o modelos establecidos, ni se comporta o actúa según parámetros morales o éticos irreprochables.
Ya lo advertía hace un tiempo un buen amigo con su proverbial “ca’ uno es ca’ uno y sus caunás”, para luego sentenciar con un solemne “hay gente pa’ tó”. Mucha gente intenta escapar de su mente y se esfuerza por desaprender, recorriendo caminos intrincados, en sentido inverso, a contramano. Mientras, otra mucha gente enseña a focalizar, hackeando hormonas y neuronas, e incita al autoconocimiento fomentando la creatividad con una sobredosis de teorías metacognitivas y bioneuroemocionales que tratan de orientar estos pensamientos o sentimientos difusos, interpretando lo incontrolable e inasible, sin explicarlo.
La divagación es maravillosa. Vivir en la digresión mental es ampliar el tiempo y el espacio, abrir horizontes. Y no hay circunloquios que transmitan las circunvoluciones cerebrales, pues ninguna palabra llega tan profundo, a ese desorden arcano donde todo es ambigüedad e incertidumbre, donde se puede escribir sin rumbo cierto, como si se jugara una infinita partida de Scrabble o Scattergories, buscando a ciegas palabras que intenten expresar las caóticas ideas que anegan cualquier alma. Imaginar que las letras son como esos quarks que, con sus distintos “sabores” y diferentes cargas cromodinámicas, crean la materia adaptándose sólo a las leyes de la física cuántica; mejor aún, antiquarks que generen antimateria. O no escribir, simplemente garabatear trazos de glíglico sobre pentagramas, sin respetar partitura alguna, o emborronar lienzos con criptografías desconocidas que sean ilegibles, que sólo se puedan soñar. O medir el tiempo en eones y pensar en 2027 como próximo año primo o en el efecto del numerónimo Y2K38.
Pero sin duda alguna, para divagar lo mejor es leer compulsivamente, sin ton ni son, hasta convertirse en ese desocupado lector cervantino, que invierte su tiempo en cosas inútiles, rodeado del sosiego ansiado por Garcilaso, Fray Luis de León o San Juan de la Cruz. Ser un lector ocasional o habitual, ser un lector fiel según el arquetipo neoclásico o un lector promiscuo, ser un lector informado o ingenuo, un archilector o un no-lector, un lector modelo o un lector equívoco, incluso un lector coautor. Dejar que la mente vague o vagabundee a su antojo por regiones inhóspitas de la imaginación, creciendo hacia dentro, como aconsejase Juan Ramón, y no tanto a lo ancho y a lo alto. Pasar de una página a otra sin cesar, de un capítulo a otro, de un libro a otro, hojeando, haciendo skimming o scanning, doblando esquinillas, sin punto de libro, a lo loco, sin advertir el paso del tiempo.
Vaya rompecabezas, otra vez he escrito demasiado sin pensar, dejándome llevar. Releo, no se entiende, borro, reescribo, ya no llueve fuera, ya no hay luz, tengo hambre, estoy cansado, ¿algo de música?... Otra vez descentrado y riéndome de mi sombra con un artículo que podría seguir escribiéndose “hasta el límite de las gunfias” cuando x tiende al infinito.