Jaras moradas y jaramagos amarillos, color y vida en el campo. Claveles rojos y lirios blancos, dolor y muerte en el trono. Aroma a tomillo y romero en las veredas. Olor a incienso y cera en las calles. Semana de Pasión y primavera de contrastes. Lluvia y lágrimas. Soledad y muchedumbre. Religión y religiosidad. Tradición y cultura. Ocio y negocio. Ruido inmisericorde de tambores y silencio atronador tras las bombas.
Ya nevó sobre los almendros, ya se ven las allozas. Pronto apuntarán las olivas y encañará el trigo. Florecen las collejas y abundan los espárragos. Agua en escorrentías y manantiales. El imparable e impasible ciclo de la naturaleza, eterno mientras dure, frente al ingobernable y arbitrario ciclo humano, condenado a tropezar en la misma piedra o empujarla hasta la cima como Sísifo, preso de su soberbia, deudor de su ambición rehén de sus miedos.
Tras las carnestolendas y las privaciones de Cuaresma o Ramadán, ahora la procesión va por dentro, con devoción o espanto. Hastiados de guerras y terror, de sufrimiento y hambre, unos buscan expiar sus culpas ante una talla u olvidarlas en la playa o en la nieve; viajando a ninguna parte o a cualquier otra parte, alejándose de la realidad o de la anodina rutina. Otros, apretándose el cinturón en vez del cíngulo, al servicio del resto, con su cruz a cuestas, deseando que llueva. Pero nunca llueve a gusto de todos, el agua no tiene huesos y cala las almas.
Es ésta una época de meditación, no sé si de arrepentimiento. Es el cíclico momento de reflexión tras los rigores y pesares del invierno ante el triunfo de la primavera. Es una parada técnica tras el cuestarrón de enero y las rebajas de febrerillo loco, aunque se pasa sin solución de continuidad de los turrones y mantecados a las torrijas y hornazos. De Reyes a San Valentín y de ahí a San José en un pis pas, mejor dicho, en un santiamén. Del disfraz de carnaval al traje de nazareno o mantilla, de la risa al llanto, del exceso a la abstinencia.
En estos tiempos, se han borrado los límites temporales. Ya no hay siempre o nunca, sino quizás o pronto. No sé si por prudencia o desengaño, hemos pasado del jamás al rara vez, pues todo puede ser en un mundo de medias palabras y silencios ominosos. Todo está en el aire por treinta monedas de plata, aunque la gente se humilla más al oro. No hay poeta, músico o filósofo que entienda tanta contradicción ni tanta traición a uno mismo.
Formo parte de esta paradoja. Amo y odio la Semana Santa a partes iguales. Me encantan la devoción profunda y el sentimiento sincero, huyo de la parafernalia hueca y la hipocresía vana. Me emociona leer “La Saeta” de Machado y escuchar la marcha de Nuestro Padre Jesús, del maestro Cebrián. Añoro la sobriedad y austeridad de antaño, me indignan la impostura y el histrionismo actuales. Admiro la belleza de algunas imágenes, pero detesto la ostentación y la artificiosidad en torno. Me gusta andar solitario entre la gente observando, sintiéndome un robinson urbano, como Muñoz Molina, escabulléndome del gentío, aunque prefiero, eso sí, caminar por el monte buscando, como Berceo, algún “prado, verde y bien sencillo, de flores bien poblado, lugar apetecible para el hombre cansado”.
Fiat lux.