En plena canícula, con viento solano, el tiempo se aclimata a la flama y se torna calmo. La gente, cigarra u hormiga, se afana por sobrevivir al castigo cruel o gozar del dulce ocio. La gente se desnuda en las playas o se tapa en las montañas, se baña en mares de esperanza, en ríos del olvido o en piscinas de agua de borrajas. La vida pulula entre sombras, a salvo de la quema. Muchas personas mutan y se sienten otras, se vuelven don Nadie o se creen Alguien, mindundis cualesquiera todas.
El verano tiene ese poder taumatúrgico, casi tanto como el día de año nuevo, parece como si se hiciera balance de lo que va de año, incluso del año entero, cada cual tiene sus ciclos. Unos sueltan el lastre de sueños frustrados e ilusiones truncadas, matizando errores y tamizando rencores. Otros sueltan amarras y viajan a cualquier lugar sin porqués, huyendo del apego al terruño, pero sin sensación de desarraigo. El calor denso e intenso acelera el deseo de cambio, el ansia de descansar tras tantos desvelos.
Aunque se alimente la desmemoria y la vorágine de estos tiempos inste a no pensar, en esta época afloran viejos recuerdos y se generan nuevas ideas. Nos refugiamos en una especie de limbo, una burbuja atemporal, donde el bien y el mal existen sin nuestro consentimiento, al margen del caparazón que nos protege. Fuera, el mundo sigue girando, con sus problemas e injusticias, rugiendo sin parar largos días y noches sin fin.
Las urbes y pueblos se vacían de ciudadanos o se llenan de turistas que, con un gregarismo tribal y excéntrico, en el sentido de periférico, exhiben celulitis o lipoesculturas, aderezados con paisajes trendy, imágenes de ruinas cool u orgías pantagruélicas. Cualquier lugar se torna un parque temático donde vagan personas estimulando sus siete sentidos (u ocho o treinta y dos), aparcando la reflexión y la soledad a la que aspiraban. Luego, como siempre, acabarán hastiados del estío siendo absorbidos por el ajetreo cotidiano, quejándose de no haber disfrutado de lo que deseaban a priori.
Las lecturas y el pensamiento habrán quedado aparcados, obviados sin remisión alguna. Si acaso un buen libro o un buen concierto, una agradable tertulia de esas que no resuelven nada o una película trascendente. Son días de mentes en blanco. Si acaso unos sudokus o pasatiempos, una buena partida de cartas o un dominó. Época de corazón permeable y emociones pasajeras, de diminutivos y nimiedades. Quizás un escondite o pilla-pilla por las calles de un pueblo, quizás una aventura o una anécdota digna de mención.
Disfrutemos de la indolencia y de la dilación sin excusas, de ese silencio interior tan enriquecedor, de esas pequeñas cosas sin importancia. Pronto volveremos a los cuarteles de invierno con las mentes frías y la lengua afilada, no sé si tanto como la navaja de Ockham o la de Hanlon, seguramente más que la de Curro Jiménez. Pronto volverán las prisas y las voraces exigencias laborales, no habrá tiempo para nada ni para nadie, cualquier asunto resultará poliédrico, todo se revestirá de una complejidad suprema. Volveremos a ser autómatas productivos en múltiples actividades improductivas, meros eslabones en una cadena, simples nodos de red, unos mindundis cualesquiera todos.