Aurea mediocritas

Nacho García

Vanidad/Navidad

Desde el geriátrico vio cómo talaban el árbol de Navidad, raquítico y casi seco, sin apenas raíces, para encender con su leña hogueras de vanidades

Sosiego y soledad. Paz.

Así de simple. Aquella anciana había elegido vivir los últimos días del año saliente y primeros del entrante alejada del laberinto de apariencias, al margen de la falsa felicidad impuesta por decreto, mera observadora no participante de tanta algarabía en torno a la nada. Fingió una inoportuna infección para evitar el compromiso de la protocolaria visita anual de su familia a la residencia donde la tenían enclaustrada. El alivio fue mutuo.



Ni una Grinch ni una Mrs. Scrooge, se sentía inmunizada contra los fantasmas de distintas navidades y otras fiestas de guardar. Ni hosca ni huraña, sino tremendamente lúcida, una víctima más de la obsolescencia humana programada. Conocedora de las verdades de la vida, una vida que no está en los móviles ni en las series de televisión, que no está en las comidas pantagruélicas ni en las celebraciones hipócritas, que no está en los deslumbrantes adornos navideños. Una vida que se apaga en el silencio, un silencio elegido que ella consideraba casi una estética, una manera de ir diluyéndose en el olvido.

Desde el geriátrico vio cómo talaban el árbol de Navidad, raquítico y casi seco, sin apenas raíces, para encender con su leña hogueras de vanidades y calentar las carpas de los bares que llenaban la plaza cercana, atestada de gente con el rictus de felicidad impostada. Se quitó el audífono para no escuchar villancicos impenitentes ni la musicaza impertinente. Así, mejor en silencio, disfrutando de lo inaudible y lo indecible. Se abstrajo en la lectura de un libro que de manera subrepticia le había traído su nieta mayor, una disidente familiar que salvando la vigilancia de sus padres la visitaba de extranjis.

¡Cuánto le recordaba a sí misma de joven! Parecía cómo si hubiese heredado toda su genética de rebeldía, aparte de sus ojos grises. También estaba inoculada por el virus de la lectura y le encantaba llevar a su abuela libros que cogía prestados de la biblioteca de su instituto para leerlos juntas. En esta ocasión, le trajo Frankestein o el moderno Prometeo, sin saber que ese libro había sido publicado curiosamente un 1 de enero, en 1818, originariamente sin el nombre de su autora. La historia de una criatura innominada que podría ser la metáfora del sujeto en la modernidad, un monstruo producto de la ciencia y la ambición desmedida del racionalismo, un engendro repudiado por su creador y por la sociedad, que acaba refugiándose en alguna región gélida, a salvo del mundo.

Abuela y nieta se exiliaron al territorio de las palabras, el auténtico asilo donde las dos se sentían acogidas por la imaginación, parapeto contra la barbarie y la crueldad.