La cita con las urnas está a tiro de piedra. El ciclo electoral comenzará a correr en mayo para concluir en el mes de diciembre con las elecciones generales; si bien, parece que llevamos años inmersos en una interminable campaña con un calendario agotador. Así al menos nos los recuerdan a diario los políticos que llevan semanas dedicados a desempolvar su pesada artillería para bombardearnos, con más o menos aciertos, con un discurso político que casa mal con la sinceridad. Ya lo decía Tierno Galván que las promesas electorales son para no cumplirlas; una frase que al día de hoy no prescribe. No solo no prescribe sino que se enmarca dentro de la estrategia de los partidos políticos que enfilan sus campañas electorales a sabiendas de que cuánto más ruido generen mejor, aunque en su fuero interno tengan la certeza de que la mayor parte de ese “bazar” de promesas terminará por diluirse como un azucarillo al día siguiente de las elecciones ante la imposibilidad de ejecutarse. Nada nuevo bajo el sol, que diría el maestro Sabina. Es lógico que los candidatos y partidos políticos dediquen un gran esfuerzo a la propaganda aunque ello implique hacer uso de las “fake news”, vamos las mentiras de toda la vida, para restar credibilidad al adversario político. Pese a lo mal visto que está, la moda de mentir se ha extendido de tal manera que corremos el riesgo de minimizar su propia naturaleza. Hemos llegado a un escenario donde la mentira, consciente y premeditada, ya ni siquiera se penaliza en las urnas. Si antaño al falsario se le apartaba de la escena pública, ahora esa falta de decoro termina por diluirse entre polémicas triviales en medios y redes sociales saliendo el ‘pinocho’ indemne de sus engaños. Los hechos corroboran que las promesas han dejado de tener valor en política. Lo cierto es que la verdad cotiza a la baja. Ésa es la realidad española, discursos que maquillan los hechos en favor de titulares que en la mayoría de las ocasiones no casan con la verdad de los datos y políticos que tienden a aprovecharse de la frágil memoria de la ciudadanía para lanzar ofertas de todo tipo que, a fin de cuentas, no tienen coste en las urnas. Es cierto que no hay verdades absolutas, pero nuestro voto no es una carta en blanco, sino una obligación para ellos de cumplir lo que nos prometieron en campaña. Tiene que acabar la inercia de “accedo al poder y me olvido de lo que dije”. Es nuestra obligación como ciudadanos reclamarles que realicen aquello para lo que les hemos votado y exigírselo en el tiempo que lo han planificado. No queremos que nos sigan vendiendo humo, que es lo que mejor saben hacer.
Antonia Merino
Con perspectiva sureñaLas programas electorales, el bazar de la política
Hemos llegado a un escenario donde la mentira, consciente y premeditada, ya ni siquiera se penaliza en las urnas