Hay un cordón umbilical que me ata a este lugar. Un cerrillo del paraje de Los Azadores al que, en mi niñez, me asomaba por las tardes del estío, para ver culebrear el negro camino que unía la capital con Granada. Por él circulaban la Sada (amarilla), Romero (azul), la Alsina (roja), como pequeños vagones multicolores de un tren de juguete. Los divisaba todos los días, desde la lejanía repitiendo cotidianamente su trayecto, engullendo y vomitando al paisanaje. En aquel inhóspito cerrillo de espartales, mi padre, nos puso a plantar pinos por centenares, que hoy, con el paso de los años elevan su verde plegaria y regalan con su sombra la casería y su entorno. Antes lo he llamado cordón, pero me doy cuenta de que realmente son raíces, como la de estos pinos que han penetrado entre las rocas para manifestar su voluntad de permanencia y comunión con el lugar. Vigías desde el altozano, se dejan ver como una mancha compacta que rompe el continuado colorido del olivar. Aquella roca dejó de prestar su utilidad de balcón natural, y acabo cobijando un recuerdo fraternal. Hoy un mirador me permite disfrutar de esa gran pantalla natural que es la Sierra Sur. Allí me instalo casi siguiendo la liturgia de las horas canónicas : a los maitines veo como se diluye el alba y tímidamente los primeros rizos solares se deslizan barranco abajo de las Cobatillas para descubrir los tintes azulados, que pintan la sierra de Grajales, y las caserías que salpican de blanco sus laderas. Pero es en el último trayecto, el de vísperas, donde contemplo en esa gran pantalla natural que marca el diario paseo solar, cuando la paleta de colores y formas nos muestra su mayor esplendor. En ese engaño permanente del astro rey por el que parece morir una y otra vez, para servir de evocación literaria, de emulación al camino vital, de luz, de oscuridad, es precisamente, en ese hasta mañana, cuando se esmera en detallar luces y sombras en las que el observador se deleita para distinguir con sutil detalle las tonalidades de verdes, que diferencian el olivar de las partes bajas, del de las encinas, carrascos y quejigos para destacar finalmente el tono vivaz de los pinos, recubiertos por una pátina de rojos y naranjas; el pincel del atardecer. De igual forma descubres los cimeros tonos grises de las cumbres expandiendo sus sombras postreras . Mañana, quien sabe, lo esperaré nuevamente, con la seguridad astral copernicana de su ciclo, o quizás, por mi natural carencia de ese orden haya emprendido otro camino hacia mi único ocaso.
Juan Manuel Arévalo Badía
Detrás de la columnaEntre luces
Hay un cordón umbilical que me ata a este lugar. Un cerrillo del paraje de Los Azadores al que, en mi niñez, me asomaba por las tardes del estío, para ver...