Estilo olivar

Juan José Almagro

Ayer es el pretérito

“Muchas cosas resultan prodigiosas e increíbles para muchos... ¿Qué hecho no parece extraordinario cuando se conoce por primera vez? ¿Cuántas cosas no se...

 Ayer es el pretérito

Foto: EXTRA JAÉN

Cambio de época.

“Muchas cosas resultan prodigiosas e increíbles para muchos... ¿Qué hecho no parece extraordinario cuando se conoce por primera vez? ¿Cuántas cosas no se consideran imposibles antes de que sucedan?”, reflexiona Plinio en su “Historia natural”, escrita hace dos mil años. Hoy, veinte siglos después, la certera sentencia del ilustre latino es más actual que nunca: nadie duda ya de que, agotadas las ilusiones básicas, estamos viviendo un profundo cambio de época y, como siempre parece ocurrir en parecidas circunstancias, frente a culturas rancias y desvitalizadas aparecen y se instalan entre nosotros nuevos e increíbles paradigmas y, en una transición que nos demanda con urgencia un cambio de valores, la vida nos empuja a recuperar espontáneamente toda su energía; las personas, el centro del Universo; la ciudadanía, el protagonismo que nunca debió perder y, así, los que nos dirigen tendrían que recobrar -y no otro es su destino ni debería ser su afán- el poder transformador que atesora la política y la obligada función social que en este tiempo corresponde a las empresas y a las instituciones. Esa catarsis o ese prodigio, y seguramente no otro, es el principio del progreso económico y del desarrollo social, y la razón última de que los seres humanos queramos seguir avanzando para poder compartir esperanzas.

Ernesto Sábato, que era un hombre sabio, nos dejó una hermosa reflexión cuando escribió que “hay una manera de contribuir al cambio, y es no resignarse”. En eso deberíamos estar, y no en preocupaciones estériles que se agotan en sí mismas y nos llevan a ninguna parte. Muchas veces olvidamos que el mundo no se acaba en el lugar donde alcanzan nuestros ojos: siempre hay un horizonte más allá y lo importante es perseguirlo honestamente, o intentarlo al menos, y no es fácil. Ahora vivimos tiempos en los que somos adictos a la envidia, a la nivelación por abajo, a la denigración, a lo zafio. Los programas de algunas televisiones son paradigma de vulgaridad y basura. La admiración -y mucho más la veneración- se ha quedado anticuada. Como dice Steiner, vivimos en la era de la irreverencia. Ser cabal parece privilegio de muy pocos. Al hilo de las “fake news” se imponen el fraude y el engaño, y no solo en lo económico. La mentira se apodera de las relaciones sociales y personales, y hace mangas y capirotes en la política y en el universo de los negocios. Un panorama fruto del descreimiento generalizado, de la desafección, de la falta de confianza en las empresas e instituciones y de la poca ilusión por el futuro que nos aguarda a los seres humanos, empeñados como estamos en vivir el presente sin perspectiva histórica, y así nos va.

Al llegar a este punto, siempre se asoma la figura de Schumpeter y su famosa “destrucción creadora/creativa”, y uno vuelve a recordar algo que ha escrito/dicho muchas veces: que la crisis es solo un estadio en la evolución o una fase del proceso general de cambio; del proceso por el que las cosas dejan de ser lo que son para ser otra cosa, en ocasiones muy distintas. La historia de la humanidad no es más que una sucesión de crisis, de las que solo sobreviven los más preparados o los que mejor se adapten. La crisis, cualquier crisis, exige la transformación: variar conductas, valores y comportamientos, especialmente comportamientos inertes que nos atan al pasado y nos arrastran al agotamiento. Y todavía cabe alguna obligación/exigencia más: empezar a hacer las cosas de forma distinta, radicalmente diferente en muchas ocasiones, olvidándonos del pasado y tomando con decisión el camino del porvenir.

La metamorfosis se hace necesaria, imprescindible para seguir. También para los políticos. Hay que huir de “commodities” y aprender a gestionar la empresa y las organizaciones “ex novo”, con pilares que no se rompan; pensando en las personas, rechazando a los líderes solitarios y presumidos que se miran el ombligo desde su periférica ceguera. Hay que incorporar a nuestras vidas liderazgo solidario y compartido, adobado con grandes dosis de multiculturalidad y los necesarios apoyos multilaterales. El nosotros tiene que acabar imponiéndose al yo individualista que hundió sus raíces en el dinero como conseguidor de todas las cosas. Ya no cabe retroceso. Vivimos una nueva Era, y aunque no sepamos lo que encontraremos más allá del horizonte, merecerá la pena porque, lo escribió Luis Cernuda, “Nadie enseña lo que importa/ Que eso lo ha de aprender el hombre/ Por sí solo”.