Estilo olivar

Juan José Almagro

"Corrupto, corruptiones"

“La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe”, afirma Carlos M. Cipolla en su famoso libro “Las leyes fundamentales de la estupidez...

 "Corrupto, corruptiones"

Foto: EXTRA JAÉN

Corrupción.

“La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe”, afirma Carlos M. Cipolla en su famoso libro “Las leyes fundamentales de la estupidez humana” (Crítica, 2013). Pero estoy convencido de que la cosa no es sólo como nos cuenta el admirado historiador italiano, salvo que el estúpido sea a la vez corrupto, ese sí, el tipo de persona que puede destruir con su actuar la convivencia, el entorno familiar o profesional, la empresa o institución para la que trabaje y, cuando la corrupción se instala en el tejido social y ahí se queda, incluso la democracia.

Platón decía que la cosa más difícil del mundo era abandonar la vida pública con las manos limpias y vacías, y en esas estamos, en trance de recordar esa sentencia en un año electoral que, como ocurre siempre, nos dejará la marcha de unos y la llegada de otros mandamases; acabaremos exhaustos y hartos de “debates del siglo” en prensa, digitales, radios y TV, y habrá que aguantar miles de mítines plenos de compromisos y de ilusionantes promesas, casi siempre incumplidos. Los ciudadanos ya estamos acostumbrados, pero nunca hay que resignarse.

El Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2022, publicado el 31 de enero pasado por Transparency International, revela que España no ha avanzado en sus esfuerzos de prevención y lucha contra la corrupción, bajando un punto con respecto al año pasado y obteniendo una puntuación de 60/100. Con esta calificación (aprobado), España ocupa la posición 35 sobre 180 países del ranking global del IPC, junto con Botswana, Cabo Verde y San Vicente y las Granadinas, que se dice pronto. Desde 2020 hemos descendido cuatro puestos en el Índice de Corrupción Global. Dentro de Europa, España se mantiene en el puesto número 14 -sobre 27- en la Unión Europea, dos puntos por debajo de Portugal y Lituania y, eso si, por encima de Letonia e Italia. Y nos quedamos tan contentos…

Si los sufrimientos enseñan, como decía Herodoto, la cualidad de transparente, es decir, la transparencia debería educarnos para ser mejores ciudadanos, sobre todo en tiempos de crisis. Y lo transparente es lo “claro, evidente, que se comprende sin duda ni ambigüedad”. Esa definición la entiende todo el mundo, menos los políticos, naturalmente, porque ellos y ellas son, probablemente, de otra galaxia. Lo curioso es que, desde que el mundo es tal, así han sido las cosas en este compromiso con la información pública: por un lado, los ciudadanos; por otro, los políticos y los gobernantes, que juegan sus propias reglas sea cual fuere el partido en el que militen. También hay que decirlo, con honrosas y cabales excepciones, como son aquellos políticos que saben que los dueños de la información y de la “res pública” no son los gobernantes, sino los ciudadanos que los eligen. Pero, aunque la cosa viene de antiguo y podíamos haber aprendido ya, nunca se ha mentido tanto como en nuestros días, ni de manera tan desvergonzada, sistemática y constante.

La transparencia es algo más que una vacuna contra la corrupción y, probablemente, algo menos que el bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura. Hoy es una exigencia de las sociedades que aspiran a ser democráticas y avanzadas. Suecia se lo creyó hace ya más de 250 años y marcó el camino promulgando una ley sobre transparencia en 1766. En el siglo XXI, en nuestra actual sociedad de la desconfianza y de la sospecha, resurge una exigencia de transparencia que, como afirma el filósofo Byung Chul-Han, nos “indica precisamente que el fundamento moral de la Sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación. En lugar de la resquebrajadiza instancia moral se introduce la transparencia como nuevo imperativo social”.

Y, como la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero y, además, siempre goza de una tremenda utilidad práctica, y como la corrupción sigue campando a sus anchas, uno no sabe que decir. Ninguna ley arregla por si sola los problemas, si acaso apunta soluciones, como nuestras todavía recientes leyes de Transparencia, que necesitarán mucha ayuda educativa y ser alimentadas con periódicas inyecciones de virtudes/vitaminas cívicas. La transparencia es una tarea de voluntad política, de cumplir deberes y de querer hacerlo, porque ya nos dijo Montaigne que “solo la voluntad depende enteramente de nosotros, en ella se fundan necesariamente y se establecen todas las reglas de los deberes del hombre”.