“Y no te hemos concebido como criatura celeste ni terrena, ni mortal ni inmortal, para que, como arbitrario y honorario escultor y modelador de ti mismo, te esculpas de la forma que prefieras. Podrás degenerar en los seres inferiores, que son los animales irracionales, o podrás regenerarte en los seres superiores, que son los divinos, según la voluntad de tu espíritu.”
Este texto, escrito a mediados del siglo XV por el humanista y pensador italiano Pico dell’a Mirandola, forma parte del "Discurso sobre la dignidad del hombre", una síntesis teórica magistral del ideario del hombre renacentista que toma como punto de partida inexcusable la libertad.
Quinientos años más tarde, hoy parece renacer (y debemos atizar ese fuego) un cierto movimiento humanista que vuelve a situar a las personas en el centro del Universo, un lugar y una responsabilidad de la que nunca debimos abdicar. Muchas veces nos hemos engañado (¿conscientemente?) marcándonos como objetivo formar adultos competitivos, preparados para "cazar oportunidades" y dispuestos siempre para un éxito inmediato que parecía no tener fin. Y nos hemos olvidado de educar personas capaces de alcanzar la serenidad, y de disponer de unos conocimientos que les permitan disfrutar de la vida y de los bienes culturales con independencia del trabajo que realicen. El ser humano -globalizado o no- tiene que ser capaz de esculpirse a sí mismo, de la forma que prefiera y con las ayudas que demande o necesite, pero siempre con derecho a equivocarse, el más humano y sagrado de todos los derechos, y al que ninguna Declaración Universal ha sabido dar cobijo y presencia. Toda vida humana es una larga senda de rectificaciones y de aprendizajes interiores, y es hora de ponerse a la tarea porque estamos, definitivamente, en un tiempo nuevo.
Decía Arthur Miller que una época termina cuando sus ilusiones básicas se han agotado, y eso ya ha sucedido y se manifiesta cada día. Me pregunto que nos ofrecen nuestros políticos en esta nueva y permanente campaña electoral: Nada. Nada de nada, salvo los manidos recursos de las obras publicas que nunca se harán, de las promesas que tampoco se cumplirán, de trenes que nunca llegarán y, como está mandado, de inversiones millonarias ya comprometidas desde hace años. Algunos ofrecen recortar/modificar derechos y hasta se olvidan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, empeñados en que ‘las cosas sean como deben de ser’, que no sé exactamente lo que significa y ellos tampoco. Perdidas las ilusiones, los ciudadanos de a pie nos instalamos en el “laissez faire, laissez passér” y allá nos las den todas, olvidando que dejar hacer y dejar pasar es la fórmula que puede conducirnos al desastre. El futuro, escribió Borges, no es lo que pasará; “el futuro es aquello que haremos”, dejando claro que el futuro se construye hablando menos (y no haciendo promesas que se incumplen) y trabajando más, de consuno, hombro con hombro.
También son días, o años, vaya usted a saber, en los que prima (de los “influencers” hablamos) el deseo irrefrenable de éxito inmediato cargado de dinero. Se olvida la búsqueda de la excelencia, que solo se consigue con trabajo, esfuerzo, dignidad y compromiso. Es decir, se prefiere y se busca, no importa cómo, el brillo refulgente y no la luz que ilumina, olvidando lo que Séneca le decía a Lucilio: “…la luz tiene un origen bien determinado en si misma mientras que el resplandor brilla con claridad prestada”. Nos estamos olvidando del derecho y el deber de ser dignamente responsables si queremos permanecer libres. Las personas que aman la dignidad se comportan responsablemente hacia sí mismas y hacia los demás sin dejar que las humillen ni las degraden. Un respeto, por favor, porque no podemos/debemos resignarnos.