La lectura -que recomiendo- de un excelente artículo del catedrático y filósofo Daniel Innerarity, publicado en el diario El País el 3 de noviembre de este año (“El futuro de la democracia”), y la reflexión sobre nuestra propia situación política, me ha llevado a repasar algunas notas, escritas hace casi dos décadas, sobre la libertad y John Stuart Mill, el filósofo y economista inglés del XVIII. A él rindo homenaje.
Mill estuvo profundamente enamorado de una mujer casada, y casó con ella una vez que Harriet Taylor, que así se llamaba, enviudó de su primer marido. Siempre consideró a su mujer “inspiradora y, en parte, autora” de sus obras. Fue un hombre honrado y coherente, con mente abierta y civilizada y, más allá de su olvido, uno de los más grandes pensadores políticos de nuestro tiempo, y un ciudadano ejemplar, de los que ahora tanto se echan de menos. Fue, además, el paradigma del liberal humanista debido, entre otras cosas, a que hay en su filosofía y en su vida una mujer como Harriet.
Los lectores me permitirán que para no caer en el pecado de ignorar saberes previos (filosofía, antropología, historia, derecho o sociología) que han cartografiado al hombre a los largo de su historia, y lejos de la soberbia que atesoran muchos de los que ahora se llaman líderes, políticos o empresariales, vaya usted a saber, uno vuelva los ojos hacia Stuart Mill y hacia su obra, que es su gran legado. Nuestra obligación, creo yo, y más en tiempos convulsos, es profundizar en los clásicos: si no se avanza recordando, siempre se tropieza.
En un libro fundamental y lleno de pasión, “On liberty”, Sobre la Libertad, publicado hace más de siglo y medio (1859) y dedicado a título póstumo a Harriet, Mill escribió que “negarse a oír una opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infabilidad.” Muchas veces, la mayoria de las veces, los hombres y mujeres dirigentes olvidan que, si queremos ser grandes de corazón y de espíritu, hay que rodearse de los mejores. Como escribió en el siglo XVIII Herault de Sechelles, los hombres, “pese a la envidia que les corroe, no piden sino hallar en los demás la grandeza que echan en falta en ellos mismos.”
Es verdad que, al final, alguien tiene que tomar la última decisión, pero no es menos cierto que antes de hacerlo conviene escuchar otras opiniones, sobre todo porque, como escribió Stuart Mill, “los hombres no son infalibles; que sus verdades, en la mayor parte, no son más que verdades a medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas, y que la diversidad no es un mal, sino un bien…” Creer que se posee la única y sola verdad significa sentirse en el deber de imponerla, también por la “fuerza” de los votos. Un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir, en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la Razón y a la Verdad.
Crecen las amenazas a la democracia en muchos países, con procesos electorales y muchos derechos en peligro y en retroceso según nos cuentan desde la organización IDEA Internacional tras analizar 173 estados: “la democracia, sigue en apuros, estancada en el mejor de los casos y en declive en muchos lugares”. Los líderes necesitan a su lado hombres y mujeres leales, no pelotas chupamedias aferrados a un sillón y aun cargo. Sobre todo porque nadie, absolutamente nadie, es infalible y, como diría Mill, “una opinión, aunque reducida al silencio, puede ser verdadera” y cualquier opinión guarda siempre una porción de verdad. Hay que buscar la contradicción. El hombre es más humano y mejor, sea lo que fuere, cuando, buscando la luz y la verdad, huye de dogmas y es capaz de asumir sus propias contradicciones. Esta es una forma de triunfar también en el mundo político o en el de los negocios, porque no debemos olvidar que el principal compromiso del dirigente, del líder, es la decencia, la lealtad y el sagrado deber de conservar y acrecentar la empresa, la ciudad, la provincia o el país para los que vendrán después. El líder auténtico sabe que el cargo no es suyo y que él es sólo depositario de una historia y de un patrimonio y, en primer lugar, su responsable.
Muchos dirigentes se han dejado atrapar por las vanidades del puesto o del poder. Y han malgastado su autoridad y la función de perfeccionamiento que deben tener. Mucha gente, la sagrada Opinión Pública, está harta de esas imposturas y quiere empresas, gobiernos e instituciones que cumplan la función social y racional para la que fueron creadas, y que no se conviertan sólo en fuentes de enriquecimiento de dirigentes con pocos escrúpulos y ambición no medida. La democracia exige dirigentes, gobiernos, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos y respeten los bienes que son de todos, aunque el cuidado y la gestión estén sólo en sus manos, que no es poco.