Apenas recuerdo a esa compañera de trabajo que estando de buena esperanza acariciaba su barriga prenatal y me contaba que a su futuro vástago lo iba a apuntar a clases de violonchelo. Una enorme compasión sentí entonces hacia el chaval de la placenta que no sabía lo que se le venía encima aunque por eso de los vínculos maternales igual se olió la tostada y tuvieron que inducir el parto porque al niño no le daba la gana de salir vislumbrando el negro porvenir que lo aguardaba. Y es que parece que muchos padres no se enteran pero los niños pasan mucho tiempo en el colegio (seis horas y media al día, contando el recreo, en secundaria). Si a eso sumamos el tiempo dedicado a deberes y estudio apenas les queda nada para ellos. Si el chico después de la jornada escolar ha cumplido con las tareas de ley es que disponga del rato que le reste en lo que le venga en gana: jugar al Fornite, leer mortadelos o suspirar viendo la lluvia tras el cristal por el primer amor. Y si quiere natación, aprender esperanto o tocar la trompa sea pero sólo si él quiere. Y es que, con todo, bastantes progenitores apuntan a sus hijos a las más diversas actividades extraescolares y no porque sus hijos las demanden encarecidamente sino porque da la sensación a veces de que revierte en el “status” de los padres. Los estudios de conservatorio son duros y me consta que la exigencia y la disciplina no se han erosionado tanto como en la educación pública. Que un alumno compagine ambas cosas aunque sea con calificaciones discretas es una hazaña digna de aplauso. Pero está claro que parte de ellos más que llamados por la musa Euterpe son voluntarios obligatorios y lo mismo con las academias de inglés. Normalmente uno iba a las academias porque suspendía la asignatura en cuestión. En mi época nadie iba a una academia de matemáticas porque quisiera solucionar el problema de Fermat. Uno iba buscando el cinco pelón como el Santo Grial. Ahora apuntan a los niños a academias de inglés para que con 12 años lean a Shakespeare de corrido. Más trabajo. Más esfuerzo. Menos descanso. Y a veces los niños se rompen (yo lo he presenciado alguna vez) ante tanta presión, tantas expectativas depositadas encima de ellos con la misma compasión con la que se trata a un mulo de carga. Se rompen los adultos. ¿No se van a romper ellos? Mientras tanto ha caído la noche y decenas de sombras salidas del Hades pasan el tiempo observando escaparates o refugiados del frío y la humedad en un bar con un café que ha terminado por enfriarse. A la pregunta. ”Hombre (póngase el nombre que desee), ¿qué haces por aquí?” Todos los malditos responden lo mismo: “Nada, esperando que el niño salga del conservatorio”.
Carlos Oya
La chapaActividades extrainfernales
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Foto: EXTRA JAÉN
Actividad estraescolar.