Me suda la Polca

Jesús Calamidad

El contagio

Acabo de llegar de echar una birra con un colega que está pasando por movidas sentimentales y está de los nervios, el pobre

Como en casa de uno, en ningún sitio. Acabo de llegar de echar una birra con un colega que está pasando por movidas sentimentales y está de los nervios, el pobre. Yo pensaba, sinceramente, que a partir de los cincuenta todas esas mierdas se rebajaban con la gaseosa de la experiencia y el hielo de la edad, al modo de un tinto de verano flojito para pasar amablemente la canícula del tercer tiempo de la existencia sin embriagarse a lo tonto en emociones, en plan tranqui, ¡pero por lo visto no! ¡No me jodas, no! Qué puto coñazo. Sigue al siguiente párrafo que te pongo en contexto y no te preocupes que no creo que nadie en mi pueblo se ponga a traducir al alemán las chorradas que escribo aquí, con lo que privacidad asegurada para mi colega. Voy a relatar el pecado sin nombrar al pecador.

La historia no es nueva, ni mucho menos, porque en todos sitios cuecen habas: cuernos, cuernos alpinos en este caso. La jodienda no tiene enmienda, ni nadie que la aprehenda. Alphorn, cuerno alpino, que también es un instrumento de viento que suena a berrea, no podría ser de otro modo. No voy a negar que, aunque con cara compungida y hombros erguidos de rechazo y desaprobación fingidas mientras ejercía de escuchante, he disfrutado como un cerdo en un charco de la charla, pues es uno de mis temas favoritos y del que soy doctor honoris causa y erudito epistémico. Tengo fotos de ello, maldita hemeroteca.  No voy a entrar en detalles sobre su caso en particular porque todos los lances que se refieren a ese hecho, a la imposición de cuernos, ya sean en la piel de toro o en los valles austríacos, son desesperada y aburridamente similares. Una verdad biológica como un elefante en la habitación barritando la Boda de Fígaro y en torno a él un montón de excusas emocionales como moscas en enjambre intentando velar la escena y mitigar el coro de la razón con zumbidos tragicómicos. La experiencia humana en Tecnicolor. Lo destacable aconteció tras el relato clónico del colega sobre su situación y sus “la he perdonado”, “el amor lo puede todo” y “todo sea por los niños”, que escuché atentamente distraído con un repaso mental de la lista de verbos alemanes que rigen exclusivamente en dativo. Esa parte me aburre porque me la conozco como el código de circulación. Lo destacable, insisto, la enjundia, el meollo, vino después, tras el relato sobado y predecible de la infidelidad, y ahí sí que tuvo para sí mis dos orejas y mi licorizado cerebro a lo pionono en exclusiva. La consecuencia. La queratización de la dermis fina de lo perdonado que tiene más de quiste que de cicatriz sana. La verdad abriéndose paso carne hacia afuera como una astilla que la piel no reconoce como propia y no cesa de intentar escupirla a base de inflamación y accesos, por mucho que uno quiera decorarla lapidándola con tiritas de colores, pomadas de autoconvencimiento y mejunjes varios de conmiseración, solo consiguiendo enquistarla a modo de mausoleo “in memoriam” a la mala baba y al asco que te he cogido. Lo que no es mucho mejor, la verdad.



Con el rosto en una mueca de estreñido me confesó contrito que, a partir de lo sucedido, siente cierto rechazo al tocar a su mujer, que tiende a evitar su contacto de forma inconsciente y que ya no está plenamente cómodo con ella durante las relaciones íntimas. Vamos, que se pone asquerosillo cuando follan, imagino yo. Así, como comiendo acelgas, pasa por caja para que no se diga que no, me hago cargo. Supongo que sentirá lo mismo que cuando te acabas de limpiar los dientes y alguien te comenta que el cepillo no era el tuyo sino el suyo; esos albergues del Camino de Santiago, dios me los bendiga; sonriéndote en un despliegue de sarro y encías rojas carmesí. O como cuando te subes al coche y alguien te ha movido el asiento y el espejo retrovisor y la radio se pone a buscar un dispositivo Bluetooth que, ¡¿qué cojones?! ¡¿Xiao?! Imagino que será algo así.

Yo es que tampoco sepa mucho de relaciones por encima de dos o tres años y con máximo un perro de por medio, con lo cual esas apreciaciones me vienen largas y no me alcanza la empatía. Pobrecico, de verdad. Pero, ¿por qué coño me está contando ésto a mí? Tengo que dejar de fingir interés, y de fumar y de beber, que me estoy buscando la ruina.

Bitte, bitte! Zwei mal Bierchen, bitte! Entschuldigung, mach weiter mit dem, was du mir erzählt hast. Bitte. Con cerveza todo mejor, todo más espumoso y fresquito.

Pero, a algún nivel animal, lo entiendo. La traición es una suerte de gas mostaza que irrita los pulmones hasta la falta de aliento y te deja vagando desnortado mientras cagas tus propios intestinos y vomitando tus pulmones, intentando mantener la compustura y el natural garbo preguntándote: ¿En qué cojones me he equivocado? Pones culo contra la pared para que no se vea el manchón en los pantalones e intentas esbozar una sonrisa constreñida coronada de ojos nerviosos y titilantes, sufriendo una vergüenza extranjera que tiene más que ver con el universo de otros que contigo, esperando que nadie se haya percatado del tartazo en la cara gratuito que te has comido, para llegar a casa y pegarte una ducha que tenga la capacidad de limpiarte a nivel atómico y, con suerte, te transporte mágicamente al pasado cuando nada de eso era posible. Ahora respira, después de éste párrafo te lo has ganado.

No hay culpa ni mácula en que te caguen la cara, eso es una perversión de la moral cristiana y, en el caso de los tíos, de la infantilización occidental sobre lo femenino. Pero ese es otro tema. No existe falla propia en el actuar de otros, consecuencias sí, pero responsabilidad no. Desde mi punto de vista no existe comportamiento razonable que justifique una traición. Podemos ofrecernos una excusa cobarde cuando se da el caso, incluso convencer a la parroquia de lo merecido de la puñalada arguyendo cuentos lacrimógenos, emocionalidades mitológicas y lugares comunes para secuestrar la empatía de la audiencia a nuestro favor y luego, o plata o plomo. Somos bichos gregarios y tendemos a canibalizar la simpatía ajena en pos de no devorarnos a nosotros mismos desde dentro.

El caso es que el colega ya no puede bombear con la parienta sin que le vengan a la cocotera imágenes trémulas de su media naranja dándole duro con el amigüito, seguramente en alta definición porque la mente es muy cabrona. No sé la traducción de “empotrar” al alemán y tampoco quiero saberla y no sería de buen gusto añadirla a la conversación. Un mal asunto con pronóstico reservado. No se lo dije, pero su relación ya solo requiere de cuidados paliativos y debería de poner todos sus papeles en orden, en concreto priorizar a los nenes. O eso o erigirse como santo y mártir de la vida de otra persona esperando al siguiente martirio que ocurrirá, sí o sí, porque somos animales de costumbres. Espero que el cielo no se lo gane uno con estupidez y aún así al desgraciado le dan escalofríos cada vez que su esposa besa a sus hijos, el martirio. Menudo machista que desconoce que existe el Listerine y otros colutorios menos afamados. Boca colutorizada, boca a estrenar; eso se sabe en todos los lupaneres de Portugal a Tailandia. ¿Demasiado gráfico? Lo siento, la vida es muy gráfica.

Lo que le está pasando al colega es el contagio del tabú, no es otra cosa; de lo ominoso, la vergüenza de la ruptura del contrato social que es lo único que nos separa de las bestias. Lo que más nos hace humanos es la distancia con los animales, lo queramos o no. Una putada todo porque somos animales en esencia. Una putada. Lo lamento profundamente por ellos, incluídos los pipiolos, pero me encanta llevar razón. Lo que le pasa al colega es un poema de evolución adaptativa con tintes románticos, en su acepción histórica, que rota su métrica nos chirría en el ritmo y nos expulsa de la embriaguez de lo ideal hacia el barro del existencialismo. Lo que tiene el colega es un ataque de cuernos, ¡vaya! Y es que, entre tú y yo, una relación después de una infidelidad es como una fiambrera en la que has guardado macarrones con tomate: para sacarle lo aceitoso y rojo del plástico, te las ves y te las deseas. Casi imposible. Has de atacar al recipiente a nivel atómico y ni con esas, que si acercas la napia, sigue oliendo a sofrito por los siglos de los siglos, amén.

P.D.: Si no puedes sacarle la grasa del tomate frito al tupperware, píllate otro nuevo. No sea que te pringue toda la nevera de rojo y de pringue, que luego da mucho coraje.