Durante muchos años la izquierda simpatizaba con el rey Juan Carlos bastante más que la derecha normal y muchísimo más que la derecha montaraz, esta última agazapada entonces bajo las siglas del PP y hoy encuadrada, ya sin disimulos, bajo las de Vox. Los ultras, que nunca le perdonaron al rey su ‘traición’ a España por haber frenado el golpe del 23 de febrero de 1981, sí le perdonan en cambio su traición a los españoles por haber abusado de la confianza ciega que depositaron en él en reciprocidad por los servicios prestados a la causa de la libertad.
Las derechas son siempre fuertemente nacionalistas –por eso las izquierdas fuertemente nacionalistas son de derechas aun sin saberlo– y soportan mal cualquier agravio a la Nación, aunque no así a sus habitantes. ¿Que qué es para ellas la Nación? Es quienes la habitan hoy, pero también quienes la habitaron ayer y quienes la habitarán mañana. Por eso, por ejemplo, en un referéndum para determinar si un territorio es o no es una nación les basta con ganar por un solo voto: porque a los votos favorables de los vivos ellos suman los votos de los muertos, las papeletas de ultratumba misteriosamente depositadas desde el más allá por los héroes y los reyes y los santos del pasado.
Las afrentas y los ultrajes cometidos por Juan Carlos no tienen importancia para los conservadores porque, en el peor de los casos, los habría cometido contra los ciudadanos, no contra la Nación porque el Rey es Él Mismo Nación en su Sentido más Profundo: sí, sí, todo con mayúsculas, pues de ciertas cosas la derecha siempre habla con mayúsculas.
Después de una ausencia de dos años en Abu Dabi, su vuelta a España para participar en una regata en Galicia indica que don Juan Carlos, al contrario que la mayoría de sus compatriotas, ya se ha perdonado a sí mismo. Parece que nadie ha podido hacerle entender que su conducta no ya matrimonial, en la que ni entramos ni salimos, sino fiscal lo degrada a nuestros ojos no menos que la de cualquier político de tres al cuarto condenado por robar. Nadie imaginó en él esa obscena adicción al dinero que ha acabado destruyendo la noble imagen que su pueblo tenía de él y relegando a los polvorientos baúles de la historia los grandes servicios políticos prestados.
Haber sido el primer Borbón en la historia de España que militaba en las filas de la libertad bien merecía el reconocimiento de los españoles. Es más: hasta no hace mucho, antes de conocerse sus andanzas personales y sus enjuagues financieros, había pocas dudas de que Juan Carlos era el primer Borbón que nos había salido bueno en 300 años.
En 2012 supo lo que tenía que hacer y por eso abdicó, pero luego no ha sabido administrar su abdicación ni purgar con gallardía sus delitos y faltas: es probable que esté resentido con su hijo pensando que su renuncia fue forzada e injusta y que los pecados que le atribuyen nunca existieron.
Por lo demás, no todos los que alzan hoy la voz contra Juan Carlos lo hacen por las mismas razones. Pongamos que los hay de cuatro clases: una, los que están contra el emérito porque están contra el Estado español al que encarnó como jefe del mismo; dos, los que están contra la monarquía (unos por republicanos genuinos y otros por republicanos sobrevenidos); tres, los partidarios de la monarquía parlamentaria a la que el emérito ha deshonrado; y cuatro, los que alzan la voz contra cualquier comportamiento inicuo, provenga de quien provenga. Naturalmente, estos últimos, que podríamos denominar indignados kantianos, son los menos, pues entre nosotros suele escandalizar menos el pecado que la condición política del pecador.
A todo esto, ¿qué hacer con Juan Carlos? ¿Qué puede hacer su hijo el rey y el propio Gobierno? Ya sabemos lo que ha hecho la justicia: nada. ¿Tiene derecho a regresar a España? ¿Debemos permitírselo? Ciertamente, Juan Carlos ya no es Juan Carlos ni su casa es ya su casa, pero sería cruel negarle el derecho a regresar a su patria para pasar en ella sus últimos años antes del viaje final.
Convengamos que puede venir, de acuerdo, pero no para residir en La Zarzuela ni en ningún otro lugar patrimonio del Estado; su residencia debería ser un lugar apartado y discreto del tipo monasterio de Yuste, el retiro que se buscó el emperador Carlos tras ceder el trono a su hijo Felipe.
No estaría mal, después de todo, que el emérito acabara sus días en un monasterio remoto; allí podría meditar sobre sus muchos pecados capitales, los de la carne, que no han sido pocos, y los del oro, que no han sido menos. De hecho, debería empezar cuanto antes a cumplir su penitencia; al fin y al cabo no le quedan muchos años de vida y tiene pendientes cientos de padrenuestros y avemarías para hacerse perdonar tanta impúdica lujuria, tanta desenfrenada avaricia, tanta insospechada soberbia.
Antonio Avendaño
Régimen AbiertoLos pecados del rey
En 2012 supo lo que tenía que hacer y por eso abdicó, pero luego no ha sabido administrar su abdicación ni purgar con gallardía sus delitos y faltas
Foto: EFE
El rey emérito a su llegada a España.