Hace unos días asistí a una interesante charla sobre el cambio climático, en la que se profundizó tanto en sus causas y consecuencias como en las posibilidades políticas y sociales para enfrentarlo. De allí, salí con una certeza pero también con una duda por resolver.
A pesar de la persistencia, y resistencia, de un reducido grupo de militantes negacionistas (aquellos que niegan cualquier evidencia que se presenta ante sus ojos), el cambio climático es hoy un hecho innegable, por cuanto hemos empezado a sufrir su influencia en nuestras vidas antes de lo que preveíamos. La concatenación e interdependencia de las crisis que venimos sufriendo en los últimos años (la económica, la sanitaria, la climática, la energética y la militar) podría hacernos pensar en una única crisis con diferentes ramificaciones. Esta gran crisis, llámenla ecológica o como quieran, es, por encima de todo, una enorme crisis de los recursos disponibles, los cuales constituyen la base material de nuestro sistema productivo, económico y vital, tales como el gas, el petróleo o el agua. Así, la escasez de estos recursos, fundamentales y no sustituidos, nos obliga (como siempre, a la fuerza y con sufrimiento) a una gran transformación de nuestro modo de vida, de trabajo, de consumo, etc. Esta es la certeza.
La velocidad y la violencia a la que se suceden los diferentes episodios de las variantes de esta crisis (pandemias, sequías, inflación, guerras,...) nos hablan de una tendencia social, económica y política que, por catastrófica y generadora de miedo, resulta abrumadora y de difícil asimilación. En general, sabemos que existe el cambio climático, que hay una crisis ecológica detrás, lo estamos viendo y padeciendo, pero nos resulta, por un lado, difícil de creer que vaya a resultar un verdadero problema para nosotros en un futuro inmediato y, por otro, nos cuesta asumir que la transformación necesaria es nuestra responsabilidad, porque la intuimos difícil de realizar y con enormes costes.
De esta forma, se alimentan las filas de los negacionistas, de los que quieren hacernos creer que se trata de una falsa emergencia, de los que nos quieren tranquilizar debido a la existencia de exiguos e inútiles acuerdos internacionales, de los que culpan a otros o miran para otro lado,... Un sinfín de excusas, falsedades e intereses que no ocultan lo que todos sabemos: el clima está cambiando, lo que provoca daños materiales y humanos, y hay recursos escasos cuya ausencia está suponiendo un grave problema.
Los daños directos de la crisis climática, al igual que los de las otras crisis con la que está íntimamente relacionada, afectan en mayor medida a aquellos que tienen menos recursos, tanto entre clases de nuestra sociedad como entre diferentes países. Por ejemplo, las sucesivas olas de calor o de frío, las inundaciones y las sequía, afectan en primer lugar a los más vulnerables, sean pobres, enfermos, ancianos o niños. Un problema más en nuestras desiguales sociedades, en tanto sabemos que el cambio climático elevará la incidencia de determinadas enfermedades infecciosas y los gastos en salud; la subida de las temperaturas disminuirá la productividad laboral, afectando al trabajo de los más precarios en primer lugar; provocará cambios en los alimentos, en su producción y en su precio (¿les suena?), afectando a consumidores y productores, etc. Y así podríamos seguir durante un buen rato. Queda claro que el problema es aquí y ahora, ya lo sufrimos. Y también quienes son los que lo sufren más. Por tanto, ante la certeza de que es inevitable y de que nos afecta más a quienes vivimos de nuestro trabajo, deberíamos ser los más interesados en combatirlo.
Pero, al mismo tiempo, la concatenación de las interdependientes crisis nos paraliza y nos hace resistirnos a luchar por una transformación que nos ofrezca un futuro. Nos hace pensar: ¿qué podemos hacer nosotros, con nuestros medios y nuestra influencia, para actuar ante semejante desafío? No somos los principales sujetos contaminantes, no tenemos recursos económicos para adoptar las medidas que se nos plantean como "verdes" (¿quién se puede comprar un coche eléctrico hoy?) y cuando nos hablan de esa transformación sentimos que nuestros trabajos van a correr peligro. Ante este panorama es normal que cualquiera prefiera pensar que el problema no es aún urgente, que ya se encargarán de él las próximas generaciones, mientras nosotros mantenemos lo que tenemos y nos resistimos a cambios que se suponen costosos y caros.
Sin embargo, esto no es más que un relato. Y, como todo relato, es interesado y falso. Por un lado, y como hemos dicho, no tenemos opción: hay que afrontar el problema, de frente y con todas sus consecuencias, porque de lo contrario acabará con nosotros. Por otro, todos esos vaticinios catastrofistas no son ciertos. No es cierto que las únicas salidas sean caras, no es cierto que estén fuera de nuestro alcance, no es cierto que trasformar el sistema productivo y nuestros trabajos vaya a acabar con ellos o los precarice. No es cierto nada de esto. Se trata de lo que prefieren contarnos para que nadie cambie, especialmente que no cambien los enormes beneficios crecientes que obtienen aquellos (empresas, países y personajes) más interesados en que sigamos obviando y, por tanto, sufriendo la crisis en la que estamos.
Las soluciones a la crisis no tienen que ser perjudiciales para nosotros ni tienen que acabar con nuestro modo de vida o trabajo. Es la propia crisis la que acabará con ellos si no los cambiamos. En el pasado, la humanidad ya ha afrontado grandes transformaciones que no han hecho otra cosa que mejorar la vida humana, a pesar de las dificultades que entrañaban. En esta ocasión no tiene por qué ser diferente, por lo que no tiene sentido la inseguridad y el miedo al futuro. Miedo, ¿de qué? ¿De tener un trabajo mejor, más seguro y mejor retribuido? ¿De cambiar no sólo el trabajo, sino cómo se trabaja y cuanto tiempo? ¿De vivir mejor y más seguros? ¿De disminuir el riesgo de enfermedades? No hay que tener miedo; tendríamos que tener miedo de no hacer nada.
El objetivo no es sufrir ni perder sino poder superar la crisis y vivir mejor, cambiando nuestra forma de entender la vida, la economía, el trabajo, etc. No hay que tener miedo porque no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar. Ganar la esperanza de un futuro mejor. Quizás los que vayan a perder sus privilegios y sus beneficios son los que deberían tener miedo.